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Ella Ella
Imagen de bedneyimages en Freepik

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Ella es una muñeca de trapo que se ha cosido demasiadas veces a sí misma. Ella es un barco sin rumbo, un niño sin merienda, un caballo sin estribo. Es la esperanza pisoteada, un 6 de enero sin Reyes, el pan en una calle hambrienta, una casa en llamas.

Ella es el comienzo del fin y el final sin principio. Es una guerra con muertos y una lotería sin premio. Ella es un verano nevado y un invierno sin abrigo; una pistola con cartuchos y un anillo sin dedo. Es un coche sin frenos y una puerta sin llave. Ella chilla sin tener voz. Se cree la nada y es todo. Es hija y es madre.

Ella y sus dos hijos se habían llevado golpes, pellizcos, bofetadas, gritos, siempre producto del mal genio de su marido. La zarandeaba, la insultaba, le tiraba el plato de la comida al suelo. Le machacaba con que no vale para nada. Ella aguantaba y aguantaba por el qué dirán, por el dónde voy yo, a mi edad.

A todos zurraba, pero con ninguno se despachó con la brutalidad con la que se desahogaba cuando pillaba al hijo mayor. No había ningún por qué, pero algo en él atraía siempre la cólera y la frustración de su padre. La sensación de su mano pellizcándole el brazo o apretándole el pescuezo no se le quitaba nunca de encima.

El padre lo sujetaba sin dejarle ninguna opción de escapar mientras le sacudía con la otra mano, siempre la derecha. Me jodiste la vida, le repetía. Y pam. Otra bofetada. Como si el chaval hubiera decidido nacer cuando su progenitor cumplió los diecisiete.

Le acompañaba al instituto el impacto del guantazo que caía, rotundo y repentino, siempre, cuando entraba en casa. Hubiera motivos o no. Qué duros son los huesos de la mano de un adulto y qué fácil es doblar y torcer aquella carne joven, aún sin hacer.

Qué sensación de rabia, qué impotencia sentía en los larguísimos y tortuosos minutos que duraba la paliza. Los ataques de furia del padre salían de la nada, como las peores tempestades, y se desataban enseguida. No obedecían a regla alguna. No avisaba. No había motivo ni razón. Solo paraba cuando sangraba.

Al hijo le perseguía un deseo ardiente de alejarse de esa persona, de abrir la puerta de la calle y echar a correr. Se apuntó a boxeo para defenderse de los guantazos y para proteger a su hermana precisamente de la persona que más debía protegerla.

Conforme pasaban los días más deseaba golpear a su padre. Ansiaba hacer daño a ese cuerpo. Sacaba los puños, estiraba los brazos y los dedos y golpeaba un saco, pero se imaginaba que estaban frente a frente. Veía su cara: el bigote, la barriga desabrochándole la camisa, los pelos asomándole por la nariz. Le taladraba en la cabeza su voz, diciéndole que hoy también se lo merece. Golpeaba aquel saco y descargaba, pero el chaval sentía siempre aquella mano encima. Le apretaba.

No era capaz de contener su propia ira, que lo enfadaba. Quería devolver a aquel hombre todo lo que había recibido de él. El padre llegó otro día borracho, como siempre. Era la hora del telediario, y le torció el antebrazo derecho en su habitación. Encima de cobarde, maricón. Era la primera vez que le escupía aquel insulto y no sabe de dónde le salió tanta fuerza, pero se giró y le estampó el puño en la nariz. Se la partió.  

El padre voló hacia la cocina, sangrando, como tantas veces había dejado al hijo, y cogió el cuchillo más grande que encontró. Volvió a la habitación, lo acorraló en una esquina y levantó el brazo para hincarle el puñal sin saber que, detrás, también corría ella.

Se sentía madre por encima de todas las cosas y la vida finalmente le puso en esa tesitura: debía elegir entre salvar al hijo o salvar al padre. Caía uno o moría el otro. Esta vez sabía que no era como las anteriores. Tampoco sabe cómo, pero lo hizo. Ella le quitó el cuchillo de la mano y se lo atravesó varias veces por la espalda. Hasta que cayó el padre. Hasta que salvó al hijo.