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Siete amigos Siete amigos
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Juanjo Francisco

Cae el sol en los últimos resquicios de la tarde de abril, hay cierta bruma, tal vez calima, que proporciona un aspecto un tanto fantasmal al paisaje. La falta de lluvias ha endurecido la tierra, que suelta polvo a nada que arrastres un poco los pies. Hay sembrados incipientes y en apenas unas horas, si uno está atento, se escuchará el canto del búho.

En la calle se ve más gente que nunca, hay rostros casi desconocidos porque a los 16 tres años son una eternidad, el tiempo que algunos se vieron por última vez. Ahora, en estos días, se han recuperado algunos hilos vitales que las redes sociales no pueden dotar de la misma potencia que la presencia física. Hay algunos cambios en lo físico, más altura por lo general, y algunas señales en las caras que muestran inequívocamente los peajes de la adolescencia.

Vuelven a verse todos y no hay mucho tiempo para organizarse porque está todo por hacer en apenas tres días. Habrá verbena, eso seguro, pasado el ambiente estrictamente semanasantista, para nada tan austero como lo fue para sus padres, pero ahora toca abstraerse un poco de toda esa abundancia de corrillos en la plaza con gentes que le preguntan a uno de quién es, o lo miran con una curiosidad mal disimulada antes de lanzar la consabida pregunta. Es como si apostaran consigo mismos a que acertaban al sacar el parecido. Es mejor entonces volver un rato a lo natural de sus primeros años, a las sendas de las bicicletas o las primeras exploraciones, a los territorios de escape, ahora ya sin tutela de adultos.

El sol sigue su trayectoria descendente y en el pueblo, allá a lo lejos, esperan algunos ratos de mutua compañía, de seguir reencontrándose con los que eran más pequeños y ahora ya no lo parecen tanto. Habrá tiempo también para especular sobre el próximo verano y las posibles alternativas que les proporcionará. Siete amigos que patean algún terruño endurecido regresan al atardecer, metáfora quizá de la vida que les espera.