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Uno mismo con su mecanismo Uno mismo con su mecanismo

Uno mismo con su mecanismo

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Juanjo Francisco

El ciclo de la vida tiene múltiples episodios de toda índole: póeticos, trágicos, entrañables, despreciables, odiados, queridos, un sinfín. El mes de junio presenta uno de esos capítulos que a muchos les ha tocado pasar y que siempre será recordado, como antes lo fue el servicio militar. Estoy hablando de la prueba de selectividad, ahora llamada Evau, o Ebau, o váya usted a saber qué nomenclatura y forma de escribirla tiene, según la comunidad autonóma donde se resida.
Ese exámen que cada vez aprueba un mayor porcentaje del alumnado, oh sorpresa, no para de dejar polémica también, cómo no, de manera cíclica. No pretendo opinar aquí si ahora es todo más fácil que antes, qué va. Creo que sea cual sea la época en la que cada propio tenga que afrontar la prueba, esta siempre se presenta como una cuesta de alto porcentaje de dificultad. La diferencia, por ejemplo con los años en la que yo tuve que afrontarla, la encuentro en la enorme repercusión mediática y social que tiene. En el junio que yo me senté en una atestada aula, empinada de la leche, de una vetusta facultad universitaria madrileña, me pareció que al mundo le importaba un bledo los nervios y agobios que pasábamos los aspirantes a universitarios. 
La primavera avanzaba exultante de luz, el polen se te metía en las narices hasta hacerte enloquecer, las chicas te nublaban la vista y las cervezas sabían a gloria. Todo estaba en su sitio menos tú, que ibas a ser seleccionado o no y, con ello, tu vida podía dar un giro o frenarse en seco para tomar otros caminos.
Todo eso lo deglutías  mientras los cercanos te observaban. Y reitero lo de observar porque para nada intervenían. Estabas como Gary Cooper, vamos, solico ante todos los peligros del mundo. Allá cada uno con su mecanismo, como reza una máxima castiza.
Por todo esto me resulta cuando menos chocante el guirigay que se ha preparado esta semana, con amplios reportajes informativos en las televisiones incluídos, porque unos padres se han llevado las manos a la cabeza ante la tremenda dificultad que detectaron en una de las pruebas del selectivo. Con ello se ha abierto también el melón de los conflictos territoriales, que si aquí es más fácil que allá, que la Constitución no ampara esas discriminaciones, que si habría que unificar las pruebas, se hagan donde se hagan, que si las matemáticas de Castellón son endiabladamente complejas comparadas con las de Santander, enfín, un lío enorme. Y todo ello bien repiqueteado publicamente.
Ante semejante exposición pública me hubiera gustado a mí participar y hacer partícipe al mundo de mis sudaderas previas a recoger los cuestionarios. Qué consuelo psicológicó hubiera tenido entonces, que magnífico antídoto contra la soledad que te atrapaba en esos momentos. Cuánta solidaridad hubiera sentido a mi alrededor.
Pero no. En aquel junio de mis angustias nadie me secó mis manos  ni me dio palmaditas en la espalda mientras aguardaba mi turno para entrar en el aula. Yo mismo con mi mecanismo me senté en el incómodo banco y p’alante. Qué manía hay ahora con duldificar los tragos amargos que hay que pasar, qué empeño en dibujar un mundo guay hasta extremos incalificables. Por mucho que demoremos el momento, siempre llegará la hora en la que ni todo el amor y solidaridad del mundo podrán evitar que uno tenga que pasar determinados obstáculos en pura soledad. Hay que entrenar cuanto antes el desconsuelo.