Cuando el otoño ya se ha instalado con su luz quebrada y los cementerios se llenan de flores frescas, el país entero parece recordar en esta semana que el amor y la muerte no son opuestos, sino cómplices antiguos. Visitamos las tumbas con el mismo gesto con que acariciamos una fotografía o encendemos una vela, actos de ternura que desafían al tiempo. Hay algo profundamente amoroso en esa costumbre de limpiar la lápida, de dejar unas flores, de pronunciar un nombre en voz baja. Quien ama, cuida incluso cuando ya no hay cuerpo; quien recuerda, mantiene viva la llama que la muerte no consigue apagar.
Por eso, ayer, gracias al movimiento Teruel ComPasión y delante de unos refrescos, nos reunimos unas cuantas personas inquietas a charlar sobre estos dos grandes pilares de la existencia humana. Fue en el Mausoleo de los Amantes, el mejor escenario para crear el ambiente propicio.
Nuestra cultura se detiene por un instante estos días. Los cementerios se convierten en plazas silenciosas donde convergen los vivos y los muertos. En el aire hay tristeza, pero también una belleza serena, esa que nace del reconocimiento de lo finito. Porque amar es saber que algo puede perderse, y aun así entregarse.
El amor, como la muerte, nos iguala. Nadie escapa de ninguno. Ambas son experiencias aplastantes que nos despojan del ego y nos devuelven a lo esencial: la vulnerabilidad. Quizás por eso las grandes historias -como la de Isabel y Diego- han unido siempre esos dos temas. No hay amor verdadero sin riesgo de pérdida; no hay muerte que no despierte una forma de amor.
En los cementerios de estos días, las flores no son solo homenaje. Son un pacto. Seguimos amando, aunque la presencia se haya convertido en ausencia. En ese diálogo truncado pero insistente se revela lo que somos, seres que aman sabiendo que morirán, y que mueren sabiendo que fueron amadas.
Por eso el 1 de noviembre no es solo un recordatorio de la muerte, sino una celebración del amor perpetuo. Porque lo único que la muerte no puede llevarse es lo que fue amado de verdad.
Por eso, ayer, gracias al movimiento Teruel ComPasión y delante de unos refrescos, nos reunimos unas cuantas personas inquietas a charlar sobre estos dos grandes pilares de la existencia humana. Fue en el Mausoleo de los Amantes, el mejor escenario para crear el ambiente propicio.
Nuestra cultura se detiene por un instante estos días. Los cementerios se convierten en plazas silenciosas donde convergen los vivos y los muertos. En el aire hay tristeza, pero también una belleza serena, esa que nace del reconocimiento de lo finito. Porque amar es saber que algo puede perderse, y aun así entregarse.
El amor, como la muerte, nos iguala. Nadie escapa de ninguno. Ambas son experiencias aplastantes que nos despojan del ego y nos devuelven a lo esencial: la vulnerabilidad. Quizás por eso las grandes historias -como la de Isabel y Diego- han unido siempre esos dos temas. No hay amor verdadero sin riesgo de pérdida; no hay muerte que no despierte una forma de amor.
En los cementerios de estos días, las flores no son solo homenaje. Son un pacto. Seguimos amando, aunque la presencia se haya convertido en ausencia. En ese diálogo truncado pero insistente se revela lo que somos, seres que aman sabiendo que morirán, y que mueren sabiendo que fueron amadas.
Por eso el 1 de noviembre no es solo un recordatorio de la muerte, sino una celebración del amor perpetuo. Porque lo único que la muerte no puede llevarse es lo que fue amado de verdad.
