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Correr Correr
Europa Press

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Nuria Andrés
Este fin de semana conocí a una mujer que no podía correr. No tenía más de 50 años, pero ya no podía hacerlo como hace apenas unos años. Tampoco lograba caminar, ni nadar. Por no poder, no era capaz ni de ponerse la ropa de deporte por sí sola. Tenía que llamar a su madre para que le ayudase y también para llevarle al balcón para, aunque fuera, tomar el aire cinco minutos. 

Cinco años no es nada, pero para ella era un antes y un después, dos vidas partidas. Una, previa al diagnóstico de esclerosis lateral amiotrófica (ELA) y otra, después de este. La dependencia es muy dura, no solo para el que la siente y se da cuenta de que cada vez demanda más de otra persona y menos de sí mismo, si no también para el que cuida, para el que tiene que dejar su vida a un lado. El que, inevitablemente, se siente egoísta si no da todo por la otra persona, el que siempre pensará que no es suficiente. Una carga que recae injustamente, porque al final, te consuelas en eso, en que la vida no es justa. 

A esta mujer, que ya no podía correr, la cuidaba su madre y su madre, en ningún momento de la conversación, se quejó de que le doliera la espalda por tener que levantar peso o de que fuera esclava de las necesidades de su hija. Ni siquiera preguntó por qué le había tocado a ella. No se quejó de ver a su hija sufrir, solo lamentó que fuese una enfermedad tan cara, que en sus fases más avanzadas, su tratamiento costaba más de 100.000 euros. 

Eso lo paga ella, porque pese a que la ley ELA fue aprobada en el Congreso, no le ha llegado ni un euro de ayuda. Ella había trabajado toda la vida, pero decía que ahora “tenían que ir pidiendo dinero” en carreras, cenas benéficas… Pegamento para tapar las grietas que las instituciones públicas deberían arreglar.
 
A los pacientes de ELA los sacan al escenario cada vez que se acercan las elecciones, pero una vez pasan, a la hora de la verdad, solo quedan los afectados teniéndose que buscar la vida, porque es una enfermedad muy cruel y muy cara.