

El cáncer es democrático. No elige a sus víctimas. No es selectivo o, al menos, quiero pensar que no escoge moralmente a sus heridos. Si no, no me explico cómo seguimos hablando todos los días de los miles de niños asesinados en Gaza, de la limpieza étnica en la Franja, de los plantones en reuniones de una guerra que lleva 3 años y después de todo esto, el que se tenía que ir de aquí es José Mujica.
Este 13 de mayo, por la noche, leíamos lo que todos ya esperábamos, que se había muerto. Él ya hacía meses que había comenzado a despedirse, pero de un hombre así, siempre piensas que no tiene que morir. Dijo adiós, pero se fue en silencio.
A la mañana siguiente, en Madrid, el Gobierno se sometía a la rutinaria sesión de control, bajo la sombra de un intercambio de WhatsApps de pájaros y petardos y también, los insultos de una y otra bancada.
Qué diferencia entre el susurro de Mujica y el ruido de nuestro hemiciclo. Ni una sola crítica de los adversarios del uruguayo hacia él. Si es que las ha habido, ha sido en privado, no se han atrevido a decirlas en voz alta. Eso es triunfar.
Tenía 89 años, a punto de cumplir los 90, llegaba a ellos precisamente hoy y, aún así, me revienta pensar que es ley de vida, que a él ya le tocaba.
Nos pasamos la vida discutiendo acerca de qué es el éxito, quizás aún no hemos encontrado la respuesta -yo no lo he hecho- pero debe ser algo parecido a que la gente no acepte que, después de 89 años, te hayas tenido que ir. Como si aún se necesitarán tus palabras para tiempos futuros, como si no se entendiera este mundo sin tu dosis de cordura.
Este 20 de mayo, habrías hecho los 90. Hoy los cumples. Se cumplen contigo y por ti y los seguirás cumpliendo los años venideros, porque las personas como Mujica imprimen su sabiduría en cada uno que, un día, decidió oír sus palabras. No sé si esto será el éxito, pero, desde luego, esto es ser inmortal.