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Nuria Andrés
Llega un día en el que la casa de los abuelos se cierra por primera vez. Ya no hay más abrazos al tocar a la puerta, ni queda sitio para discusiones por el mando de la televisión. Los veranos empiezan a sentirse diferentes y esta vez los reencuentros ya no serán los mismos ni las tardes se harán tan cortas. En la época estival es cuando los abuelos recuperan su posición de productivos, un papel que la misma sociedad les arrebata con el paso de los años, relegándolos a un segundo plano en todos los ámbitos, incluso en los más cotidianos.

Si algunos ven la vejez como una latosa espera del adiós definitivo, otros se empeñan en exprimir un encanto insospechado de los últimos años. Pues, precisamente, hay un momento en la vida en que la vejez de un anciano y la infancia de un niño se entrelazan y la belleza de ese instante reside en que una persona que ya ha vivido todo abre las puertas a una vida que acaba de comenzar.

Y las meriendas en el parque se vuelven lo más importante de la jornada, bajar a la piscina en la única rutina y los juegos de cartas se presentan como el juego más ocurrente. Ahí es cuando parece que todas las olas que tiene la vida rompen en esa misma habitación. Sí, esa donde ves tantos libros apilados de portada ajada y desgastada.

Pasa el tiempo y los días más largos del año se hacen diferentes. Los abuelos ya no tienen tantas ganas de jugar ni de cocinar y los nietos tampoco tienen tantas ganas de estar con los mayores.

Cada 31 de agosto subes al coche, te despides diciendo adiós por la ventilla y piensas “otro verano más”, igual de aburrido por momentos pero, a la vez, igual de especial que todos los anteriores y supuestamente, todos los siguientes.

Dices adiós sin saber que luego llega un día en el que ves una foto en ese porche de los abuelos, en la misma mesa donde comíais todos juntos y con las mismas arrugas en sus rostros. En ese momento, en esa imagen, no sabías que ese verano se convertiría en “el último
que vivimos con los abuelos”.