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Pilares y fieras Pilares y fieras

Pilares y fieras

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Juanjo Francisco

En un tiempo en el que el cierzo de las tardes de octubre te hería los labios y, por tanto, el pantalón corto se guardaba en el armario para dejar paso a la pana fina o al vaquero convencional -otras telas se dejaban para fechas señaladas-, la llegada de las Fiestas del Pilar suponía un paréntesis bendito entre tanto rigor y disciplina colegial que se te venía encima con el comienzo del curso. La ciudad se transformaba un pelín  para perder un poco de sobriedad y convertirse en un caudal de nuevas posibilidades, relacionadas todas con la diversión y los buenos ratos. 
En aquellos pilares de finales de los setenta ya germinaba lo que ahora suponen las fiestas mayores de la capital de Aragón y que, como ahora, reunían a buena parte de las gentes de la tierra que no residían habitualmente en la urbe más grande de la Comunidad. Ni las peñas eran aún lo que son, ni la oferta lúdica era tan variada como ahora. No había grandes conciertos, el Ebro acogía los famosos 45 minutos Motonáuticos y las ferias te garantizaban una larga tarde de emociones si el bolsillo te lo permitía. También restañaban en las calles las voces y cantos de un aragonesismo reivindicativo, el orgullo de pertenencia se notaba en los bares y calles y los cachirulos parecían la bandera más bonita del mundo. Todo era apasionante durante aquella semana larga de las fiestas.
Y, entre todo, y si tenías todavía la edad de la inocencia, también brillaba el circo. A Zaragoza llegaban entonces grandes compañías circenses que desplegaban unas carpas enormes donde escondían prometedores espectáculos. Y traían fieras. Sí, se les llamaba así, fieras. Nada de llamarlos  animales, que sonaba convencional y rutinario, eran otra cosa.
El mundo entonces no estaba globalizado, ni los grandes documentales de naturaleza, con escenas rodadas con cámara súper lenta, se conocían como ahora. Bajo la carpa del circo, las fieras irrumpían en tu vida como una delicatessen de la diversión. Entonces.
Ahora, con unas fiestas y una ciudad que poco tienen que ver con aquellas, los zaragozanos, a través de sus representantes políticos y sociales, se debaten entre admitir los circos con animales o rechazarlos por ser la muestra palpable del maltrato animal. Y es que como ya cantaba la gran Mercedes Sosa: Cambia lo superficial, cambia también lo profundo, cambia el modo de pensar, cambia todo en este mundo. Cambia el clima con los años, cambia el pastor su rebaño y así  como todo cambia, que yo cambie no es extraño.
Así las cosas, y sin saber a ciencia cierta si al final en estos pilares habrá circo con animales (fieras) o no, muchos aragoneses se van a zambullir desde hoy en una cascada de fiestas de una gran ciudad que, como todo, ya han perdido aquel aroma a fantasía al que contribuían los circos, víctimas también de toda esta corriente de buenismo hipócrita que confunde churras con merinas y que no sabe que ambas son ovejas, vaya.
En tiempos de gallinas violadas y otras zarandajas que tanto entretienen al personal que frecuenta las redes sociales, rebotadas luego en informativos de las televisiones, no puede extrañar que al mayor espectáculo del mundo le zurren de lo lindo. Pero, eso sí, a los macrobotellones nada se puede oponer porque va en la naturaleza de estos días, o si las calles acaban hechas una mierda o el transporte público es impracticable no importa porque los pilares son lo que son, paciencia y punto. Pero, ¿los circos con animales?, de eso nada, por favor, que ya no somos bárbaros.