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Ruido Ruido
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Elena Gómez

Muchas personas de Teruel nos sentimos afortunadas. Somos de ciudad y de campo más o menos en la misma proporción. Pertenecer a una ciudad tan pequeña y tan cercana al entorno rural, nos permite disfrutar de nuestros pueblos más tiempo que muchos veraneantes de la gran urbe. En mi caso, la mitad del año soy rural y la otra mitad urbanita.
Por eso, aunque no puedo presumir de conocer a fondo lo que significa vivir en un pueblo, con sus pros y sus contras, tampoco me identifico con esas personas que piensan que regresar a sus raíces es reencontrarse con el paraíso. 
Esa imagen idílica de que aquí todo es paz, silencio, naturaleza, tradiciones y convivencia pacífica, es una verdad a medias. Al menos durante el tiempo en que me integro en el entorno rural.
Una cosa que me dicen a menudo las personas que vienen a verme puntualmente a mi casa, es la paz que se respira aquí. Y paz se respira, no crean, pero ruidos hay a todas horas igual que en la ciudad. 
El verano es tiempo de desbroce de acuíferos, de arreglar desperfectos en calles y casas, de pasto, riego, cosecha, siembra, tractores, hormigoneras y sierras mecánicas. 
Es tiempo de ovejas hambrientas, perros lunáticos y gatos peleones. 
Es tiempo de visitas inesperadas, de abrazos, besos y gritos de satisfacción, de grandes comilonas con amigos y familiares, de quedadas nocturnas en la plaza y paseos bajo las estrellas. 
Es tiempo de charradas a la fresca hasta altas horas de la madrugada, y también de gallos trasnochados y estorninos al amanecer. 
Es tiempo de furgonetas de venta ambulante -melocotones de Calanda, dulces como la miel- a la hora de la siesta.. 
Y así pasan los días y las noches, intentando descubrir un momento de silencio que me permita concentrarme en la escritura. 
A pesar de lo cual aquí se duerme y se come mejor, la ausencia de horarios y la energía que transmiten los seres queridos reducen el estrés y, en definitiva, siempre queremos volver. Porque a la hora de elegir ruido, yo me quedo con el de mi pueblo.