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Un clásico Un clásico
EFE/ Andreu Dalmau

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Juan Corellano

Este sábado no tenía intención alguna de ver El Clásico, ese gran acontecimiento futbolístico que no hace tanto tiempo congelaba por completo el país durante noventa minutos. Sin embargo, fui a caer en un bar en el que, por supuesto, tenían al balón rodando en pantalla grande. 

El fútbol ocupaba todo el ancho y largo de una de las paredes del establecimiento, pero sin sonido. Que aquel gran partido que solía ser no tuviera ahora el pedigrí suficiente para desbancar el jazz barato de ascensor que sonaba en el bar fue una especie de revelación. La perfecta ilustración de que el espectáculo todavía merece ser visto, pero en un discreto segundo plano como quien se pone la radio para no cocinar solo.

El partido más esperado de nuestra liga que menos gente esperaba lo acabó ganando el Real Madrid. Como culé, acepté renegado la derrota, pero esta vez me importó bien poco. El encuentro de ayer dolió, no por el resultado, sino por la realización personal de lo que un día fue y ahora ya no. La confirmación definitiva de que todo ha cambiado y yo también. 

Y eso que en El Clásico hay cosas que no cambian jamás, por algo hemos tenido a bien llamarlo así. Hubo un penalti. Clarísimo y bien pitado para los que cayó a favor. Un error notorio del árbitro e incluso atraco a mano armada para los que se pitó en su área. Hubo un narrador, el sempiterno Carlos Martínez, la voz que cantó los goles de mi infancia y que todavía se siente incompleta sin la compañía de un acento british. Un periodista claramente culé para los merengues. Parcial a favor de los madrileños, dicen los de Barcelona. Los clásicos del clásico. 

Justo esta semana terminé de leer Richer than god, un libro en el que el periodista David Conn relata una crisis de fe con su particular religión: el fútbol. Él, aficionado del Manchester City, ilustra cómo muchos ateos acabamos aferrándonos al balón a falta de crucifijo. 

Sin embargo, según pasan los años y conoces los no tan obscuros hilos que manejan este deporte, se hace difícil seguir creyendo ciegamente. Pero uno nunca puede renunciar del todo. Siempre puedes toparte de manera inesperada con una misa y quedarte a verla hasta el final. Aunque sea sin sonido.