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Mala baba Mala baba
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Juanjo Francisco

La boda fue discreta, muy poca gente acompañó a la pareja, la familia y algún amigo cercano dieron fe de que aquel enlace era bendecido por la santa Iglesia, un requisito que en aquellos años era obligatorio para poder vivir en comunidad vecinal sin señalamientos desagradables. La viudedad de uno de los contrayentes facilitó la aceptación social en días que no se estilaba eso de hacer de tu capa un sayo. Deberían pasar muchos, muchos, años para que uno pudiera hacer con sus sentimientos y la forma de expresarlos lo que le diera la gana.
Cuando la pareja emprendió un viaje de novios, entonces limitado a pasar un tiempo corto en el anonimato de la capita de la provincia, en el pueblo se empezó a gestar la broma.  Los dos vivieron aquel paréntesis vital con tranquilidad, dando suelta a esa ternura reprimida mientras estaban en el escaparate del día a día. Se abrazaron, se miraron a fondo todo el rato, se amaron como  buenamente supieron en el cuartucho de la pensión, acechados por la humedad de las paredes, y se armaron de valor para afrontar el resto de sus vidas en el lugar, pequeño, asfixiante, censor y vigilante, que les aguardaba.
¿Por qué tenía que claudicar a ese convencionalismo no escrito ni impuesto pero sí aceptado por el que no podía retomar una vida en pareja cuando la primera opción había fracasado?. Era duro vivir así, pero nada sabían ellos de que hubiese otros modelos de existencia, no habían conocido ni suponían que hubiese otras alternativas, más allá, claro, de poner tierra de por medio, algo que no contemplaban porque tenían demasiados deberes, obligaciones pensaban ellos, que cumplir: cuidar de sus mayores, principalmente, y explotar las tierras y los animales de los que iban a vivir.
En el viaje de regreso se tomaron sus manos mientras miraban el páramo circundante a través de las ventanillas digiriendo mal la tristeza que les embargaba. 
En la fría tarde de marzo, con el cierzo mordiendo rostros y manos, arrastrando casi las maletas, la pareja fue sorprendida y recibida por un grupo de machotes resabiados, inmunes a todo lo que no fuese una hombría feroz, que empujaron a la pareja hasta el río entre risotadas cargas de malicia. Era la manera de felicitar esas segundas nupcias. La mala baba no tiene épocas, surca el tiempo con todos nosotros.