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Los juncos salvajes

Cada vez que regreso a los escenarios de mi niñez, donde nací y viví  todos los días de los primeros diez años de existencia, cada vez que vuelvo a la casa de mis padres en un pueblo del alto Jiloca, decía, me acuerdo de una película francesa de 1994 que aquí se tituló Los Juncos Salvajes. Nada tiene que ver el argumento de la cinta, que ni lo recuerdo ya, con lo que quiero contar, para nada. Lo que tiene que ver es la fotografía de ese largometraje. Los escenarios donde se desarrolla el filme corresponden al sudeste francés, no muy lejos de la frontera con España, y están llenos de grandes arboledas, ríos caudalosos y acequias más modestas pero con agua abundante que reflejaba con puntitos brillantes los rayos del sol y en cuyos márgenes crecían grandes masas de juncos salvajes. Ninguna semejanza con el alto Jiloca, vaya. Y, sin embargo, mis recuerdos de niño en mi pueblo están llenos de agua, de acequias y...de juncos salvajes. Como lo viví, lo sé. De todo eso que yo vi ya no queda nada y no pretendo ponerme moñas a cuenta del cambio climático, no, pero no me canso de repetirle a mi hijo que allí donde él ve ahora un cauce lleno de matojos muertos, restos de basura, plásticos y latas, hubo agua clara, fría y en suficiente cantidad como para que unos niños pudieran jugar a piratas con embarcaciones hechas de latón y madera, obra de algún padre manitas. Sí. El río Cella tuvo mucha vida en los años sesenta y setenta. Ahora los regantes de los pueblos que atraviesa dicho río quieren limpiar ese cauce-vertedero incontrolado para que el agua, si vuelve, discurra libre de obstáculos no naturales. Qué paradoja tiene todo esto. Parece como si el mundo se hubiera vuelto del revés: primero se limpia el cauce del río y luego se espera el agua cuando, de toda la vida, uno había oído que al llegar el agua se comprobaba mejor si el cauce estaba o no libre de suciedad. Paradojas aparte, al menos las madres han ganado tranquilidad porque ningún instinto les obliga ya a vigilar caudal alguno.