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Solidaridad espontánea Solidaridad espontánea

Solidaridad espontánea

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Elena Gómez

A veces echo la vista atrás y doy gracias por lo afortunada que he sido. El apoyo incondicional de mi entorno, mi fortaleza y mi inteligencia han sido factores imprescindibles para lograr unos cuantos objetivos y éxitos moderados.

Sin embargo, soy consciente de que en la vida no todo está en nuestras  manos. Somos seres gregarios y dependemos en gran medida de los pensamientos o reacciones de los demás. Por eso hoy quiero recordar a unas buenas personas sin cuya ayuda yo no habría podido estudiar. 

En mi adolescencia, cuando llegó el momento de ir al instituto, me di de bruces con una realidad a la que me he tenido que enfrentar muchas veces. El lugar que había elegido para estudiar no era accesible, había dos largos tramos de escaleras hasta mi clase. Nadie dentro de la institución quiso hacerse cargo del problema y el ascensor era una promesa muy lejana.

Yo empezaba a vislumbrar que rendirme no era una opción. Lo más fácil habría sido quedarme en casa a la espera de una solución y perder unos cuantos cursos en relación a los chicos de mi edad. Sin embargo, decidí junto a mis padres presentarme en el instituto el primer día de curso, a ver qué pasaba.

Un grupo de muchachos, novatos como yo, me vieron parada al pie de la escalera. Pasaron delante de mí muchos adultos que no me preguntaron qué pasaba, sin embargo aquellos chicos y chicas, que tampoco se conocían de nada, de forma espontánea se acercaron y me ofrecieron su ayuda.

Así fue cómo, durante dos cursos completos, me ayudaron a subir y bajar las escaleras del instituto día tras día. Ellos me hicieron sentir parte del grupo, nunca se plantearon lo excepcional de su comportamiento. Corríamos por los pasillos, entre risas y bromas, sin pensar en la importancia de una acción que reforzó mi autoestima y me dio fuerzas para seguir adelante.

Quizá hoy alguno de ellos esté leyendo esta columna. Si es así, gracias infinitas.