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El tresillo El tresillo

El tresillo

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Raquel Fuertes

El primer sofá que entró en casa cuando Franco aún no estaba en el Valle de los Caídos era de escay. De color granate (variantes en verde con menos predicamento) y normalmente con un estampado de flores en los cojines que hacía que aquel asiento rígido y pegajoso fuese un poco más amable a la hora de acogerte, pero también para que hubiese grandes disputas alrededor del mantenimiento de su pulcritud. En las familias de madres más hacendosas no podían faltar complementos de ganchillo en reposabrazos y reposacabezas. Aún recuerdo sensorialmente esa dureza en la espalda, ese brazo imposible para la siesta y los muelles.

En un mundo procedente de la oscuridad y de la miseria aquel artilugio era la quintaesencia del lujo entre la clase obrera que cubría con floreado papel pintado las paredes de unos pisos cada vez más pequeños en ciudades cada vez más grandes mientras alejaba el fantasma del hambre.

El siguiente paso, indicador, sin duda, de que la familia iba ganando en bienestar fue el tresillo. No sé cómo lo conseguimos, pero en un piso de sesenta metros con tres habitaciones mis padres lograron meter un tresillo en el salón comedor. Arrancamos el papel de las paredes y lo convertimos en un estucado que pervive en aquel pisito. Todas las flores cayeron en el estampado de un conjunto de tres piezas que, además de revelarse como demasiado grande para el pequeño espacio, pronto quedó claro que era, precisamente, demasiado claro para nuestra familia.

Pienso en aquellos días, antes de los tres más dos o las chaiselonges, con cierta nostalgia. La vida era dura. Los conceptos de ocio y vacaciones estaban muy lejos de lo que hoy parece un derecho adquirido. Pero, como dice mi madre, “¡qué felicicos éramos!”.

Por recordar me acuerdo hasta del día en que el PSOE ganó las elecciones generales. Era octubre del 82, apenas tenía yo once años y salí a celebrarlo con mis amigas a la calle. Hoy ningún crío de once años sale solo a la calle en una gran ciudad y dudo mucho que tengan conciencia política. Sentada en uno de mis sofás blancos pienso con tristeza en cómo hemos cambiado y en que hoy, gane quien gane, no saldré a celebrarlo. Ninguno lo merece.