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Juan Corellano

Hoy no quería perder la oportunidad de continuar con la bonita costumbre de hablar sobre mí en la columna del lunes. No es porque sea una persona especialmente vanidosa, sino más bien lo contrario. 

Alguno de mis lectores ya me ha avisado de que me estoy vendiendo muy mal en mis columnas, ya que solo las aprovecho para airear mis defectos. Precisamente hoy no es el día en el que vengo a cambiar esa tendencia, pues vengo a hablar de mi natural tendencia al despiste. 

Ya de pequeño, empecé a tener cierta consciencia de mi condición de absoluto empanado cuando cada semana me tocaba volver después de clase a recoger la chaqueta que me había olvidado por la mañana. Que las limpiadoras del turno de tarde me llamaban por mi nombre era sin duda una buena señal. 

Ahora me doy cuenta de cómo ser despistado ha condicionado mi personalidad, pues desde mi infancia entendí que el orden y el control eran los únicos recursos que tenía para mantener a mi empanamiento a raya. 

Por eso, quien me haya conocido habrá visto que vivo pegado a una agenda. Ahí apunto todo lo que es susceptible de ser olvidado por mi cabeza, desde un recordatorio semanal para escribir esta columna hasta la hora de merendar, para después disfrutar del satisfactorio tachón que dice trabajo cumplido.

Aún con todo, el control de mi agenda tiene unos límites y hay recovecos de mi vida personal a los que le es imposible llegar, pues mi círculo de conocidos y amigos solo hace que ampliarse con los años. Así, acabo vistiendo con un calcetín de cada color. Llamando Claras a las Andreas y Andreas a las Claras. Felicitándote en Nochevieja y llevando calzoncillos rojos en tu cumpleaños.

Cuando algo de esto sucede, mis amigos siguen sorprendiéndose y echándome en cara mis despistes. Y a mí me sorprende que les sorprenda. Así que hoy dejo esta columna como un recordatorio perenne de que, efectivamente, soy despistado y no puedo hacer nada para remediarlo. Aunque tampoco os culpo, yo si fuera vosotros tampoco me acordaría.