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Arde París Arde París

Arde París

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Elena Gómez

Tres veces en mi vida he sufrido el síndrome de Stendhal. Se trata de una enfermedad psicosomática que puede causar un elevado ritmo cardiaco, vértigo, confusión, palpitaciones o depresiones, cuando una persona es expuesta a obras de arte especialmente bellas.

Una de esas veces fue al entrar en la mezquita de Córdoba. Otra, cuando contemplé la virgen Blanca de la catedral de Toledo. Y otra, cómo no, fue al entrar en Notre Dame de París. No llegué a tanto, pero sí sentí colapsar algo en mi mente y no podía dejar de llorar. Era una sensación hermosa a la par que extraña.

Cuando el otro día vi arder la catedral más hermosa del mundo, sentí el mismo colapso. Pero en esta ocasión las lágrimas que brotaron de mis ojos fueron de pura tristeza. No soy una persona religiosa, pero sí una gran amante del arte y la historia, y debemos reconocer que durante siglos la Iglesia fue la mejor mecenas para artistas y creativos. Por eso siempre me ha ocurrido esto en lugares de culto.

Las grandes obras de arte las siento, casi todos las sentimos, como algo propio. Estas grandes obras arquitectónicas y artísticas, que componen las maravillas del mundo, son parte de nuestro inconsciente colectivo. Es muy difícil desprenderse de la sensación de que el incendio se ha llevado parte de nuestra alma.

De hecho, aparte de lamentarme por el desastre acaecido en París, mientras veía a las llamas campar a sus anchas en la Île de la Cité, un pensamiento recurrente y un escalofrío constante no dejaban de pasear por mi cabeza. Pensaba en nuestro artesonado, el de la catedral de Santa María de Mediavilla. De madera, igual que la techumbre de Notre Dame, podría haber sufrido el mismo destino a pesar del mimo con el que se cuida y se mantiene. Pensando en ello, sentí más, si cabe, la tristeza de los parisinos al perder una de las señas de su identidad. Una sociedad también está formada por su cultura y su historia.