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Verano turolense Verano turolense

Verano turolense

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Javier Lizaga

Venía con ganas de contaros que mis mejores sueños se ubican en una playa al atardecer. Su luz y su silencio hacen que los días duros piense estar allí y, por eso, las asocio a las vacaciones. Pero entonces me he acordado de una amiga que concluye el estado civil de sus exligues por sus estados de wasap: cuando dejan de poner fotos de sus hijos o del fitness y empiezan con los atardeceres y mesas de restaurantes es que la cosa se pone seria y acechan a otra Juani. Aunque siempre duda si lo de los atardeceres es nostalgia por la desaparición de sus hijos.

Entonces el que me he puesto nostálgico he sido yo y he pensado en contaros mis veranos turolenses. Para ser sincero, lo que más he odiado en verano son los pueblos. Esos lugares que abducían a mis amigos y ponían en jaque mis planes. Tanto es así que medía la pureza de su amistad por los que eran capaces de aparecer en mi cumpleños, a mitad de agosto. A los demás, a la lista de conocidos. Y no me vengáis con que es un trauma infantil, que también, os recordaré que hace década y pico los domingos no había ni restaurantes abiertos, cerraban tantas tiendas después de la Vaquilla que ríete del desabastecimiento en un apocalipsis zombi y, por último, y no menos grave, para poderte echar dos cubatas tenía que darse una doble lotería: que el bar estuviera abierto y que coincidieras con algunos de los actores que venían en verano a Dinópolis o con algun nutrido curso de la universidad de verano, si no, ni un cubata donde comentar que Teruel daba pena.

La otra solución no era mejor. Sólo me fui una vez de campamentos y mis recuerdos se ciñen al odio a la mortadela, el odio a la autoridad estúpida y sobre las noches de hoguera y canciones confesaré que sólo me aprendí una: “valenciana maciza, que te meto la longaniza”. Pueden pensar lo que quieran pero es la pura verdad. La otra huida me llevó a un ciclo-tour donde en lo personal hice grandes amigos pero nada que ver proporcinalmente con las kilometradas (etapas de hasta 100 kilómetros) y mis padres todavía recuerdan cuando al venir a visitarme, la única muestra de cariño que les pedí es que me invitaran a un buen plato de chuletas. De mis odios he pasado al amor más absoluto. Aquí no van a encontrar ni aglomeraciones, ni atascos, ni calores insufribles. Quizá haga falta un aprendizaje pero, de verdad, haganme caso y veraneen en Teruel.