El pasado fin de semana pude volver del exilio para volver a casa. Los días se pasaron volando y cuando me quise dar cuenta ya estaba en mi coche de vuelta a Madrid. Después de haber cumplimentado con nota la salida de rigor del fin de semana en Guadalaviar, conducía por las sinuosas carreteras, a ratos caminos, que unen este pueblo con Cuenca.
En ese trayecto, repasando mentalmente el calendario, me di cuenta de que mis compromisos laborales veraniegos me iban a forzar a colocar la primera falta de asistencia de mi vida a las fiestas de agosto de los pueblos turolenses. ¿Por qué me dolía tanto perderme las festividades de unos pueblos con los que, en su mayoría, no guardo absolutamente nada en común?
Entonces, caí en la cuenta de que estas fiestas de pueblos ajenos me atraen personalmente por una extraña dualidad. El primer factor de la misma es, precisamente, ese ‘no tener nada en común’. Después de todo un año de salir a los mismos sitios y ver las mismas caras, las fiestas de agosto son una oportunidad para empezar de cero. Si te alejas lo suficiente, en el pueblo cuyas barras te acogen como foráneo, nadie lleva el recuento de las calabazas que has cosechado durante el año ni se acuerda de aquel día en el que te dislocaste un codo bailando La Mayonesa.
Sin embargo, al mismo tiempo, las fiestas de los pueblos ya habituales que visitas cada año son, de alguna manera, como estar en casa. Estas viven en una suerte de realidad paralela, en la que el transcurso de un año parece no haber afectado y haberlo dejado todo exactamente como el pasado. Vuelves, y allí guardas amigos que solo ves en esas exactas fechas, el encargado de la música ya sabe que no callarás hasta que pongas ‘La canción’ y para pedir en la barra ya te vale con un simple ‘lo de siempre’.
Reconozco que echaré de menos todas estas fiestas y espero que estas hagan lo propio conmigo. Sin embargo, no me queda más remedio que aceptar que, al menos este año, estos días no serán como todos los meses de agosto.