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Juan Corellano

Estos días percibo una sobredosis tenística en el ambiente. Por lo menos suficiente para que noticias relacionadas lleguen hasta los oídos de un completo ignorante de este deporte como yo. Por lo visto, todos los focos se los sigue llevando ese tal Rafa, que sigue haciendo cosas de Nadal. Sin embargo, mi atención, de tendencia distraída y fijación por el detalle idiota, se disparaba inevitablemente hacia el rival británico del mallorquín en las semifinales de la Copa Davis. 

Se trata de un tal Daniel Evans. Un tipo de Birmingham que, cuanto más explora uno en su figura, más se pregunta cómo acabó dedicándose a eso del tenis. De frente despejada en el deporte de las melenas y cintas del pelo. Con silueta curva más propia de un jugador de dardos. Luciendo un tatuaje arrabalero en el antebrazo, donde sus compañeros presumen de Rolex. Resurgido y reformado tras una suspensión por positivo en cocaína en un mundo tan poco sospechoso del vicio como el tenis. 

Con estas credenciales, el bueno de Daniel se ha unido a una exclusiva lista de gente a la que admiro por su falta de encaje en el mundo al que pertenecen. Profesionales de lo suyo contra todo pronóstico. Haciendo carrera frente a los prejuicios. Las excepciones que confirman la regla. 

Viendo a Daniel Evans me acordaba, no pregunten por qué ni cómo mi cabeza llegó hasta allí sola, de Bob Dylan. De cuestionable atractivo andrógino que, si alguna vez tuvo, el tiempo se encargó de difuminar en un mundo de guapos como el de la canción. “Los críticos dicen que no puedo cantar. Que croo, sueno como una rana” se quejaba el artista hace unos años. Una voz particular que, sin embargo, es historia perenne de la música. 

También me acordé de Sylvester Stallone. Un tipo con una dicción casi tan complicada como su rostro debido a una parálisis facial de nacimiento. Y, sin embargo, un actor que, pese a su total falta de adecuación al canon hollywoodiense, consiguió ser una estrella del cine a su manera. Pepe Mújica en la política sería otro gran ejemplo. 

Inadaptados que, en definitiva, aportan un tono diferente a un mundo canónico y repetitivo. Larga vida a los impostores.