Síguenos
Cambie de canal Cambie de canal

Cambie de canal

banner click 244 banner 244
Javier Silvestre

Ha sido una semana complicada para muchos de los que hacemos televisión y escribimos sobre ella. El caso de Carlota Prado, concursante de Gran Hermano 2017 y presunta víctima de un abuso sexual a manos de su pareja en el reality nos ha situado -otra vez- en el centro de todas las críticas.

No es mi papel hablar sobre si lo que ocurrió en la casa de Guadalix de la Sierra, delante de 61 cámaras, es constitutivo de delito o no. Eso lo tiene que dilucidar una juez, no un periodista. Sin embargo, paralelamente se está juzgando algo que le afecta a usted directamente: la televisión en sí. Las cosas han cambiado mucho desde la aparición de las privadas en 1990. Ni qué decir, desde aquella primera retransmisión de TVE hace 53 años ya.

La tele de ahora no es peor que la de antaño excepto porque paradójicamente ahora está mucho más controlada por los órganos reguladores, por las multinacionales, por los espectadores y por los propios profesionales del medio. Aunque no se lo crea, es una televisión mucho más encorsetada que años atrás, donde fumar o beber alcohol, agredir a alguien o cosificar a la mujer era algo habitual. Lo mismo que pasaba en la sociedad. Al final, la televisión es eso: un reflejo de la gente que la rodea y no al revés.

Lo cómodo es echar la culpa de todo lo que pasa a este medio y creer que hay que cambiar la televisión para cambiar a la sociedad. Pero ese discurso ya no cuela. Porque hoy tenemos más de 40 canales gratuitos en nuestras casas, así como una ventana abierta al infinito llamada Internet. Otorgar a la tele la responsabilidad de cincelar nuestras conductas es tan osado como pretender que el mero hecho de ir a misa nos convierta en buenas personas.

En este medio hay gente maravillosa, hay grandes hijos de puta, hay tiburones empresariales que sólo ven cuentas de resultados, hay aprovechados y juguetes rotos. La  bondad y la maldad fluctúan constantemente. Se intenta manipular y se intenta ser lo más objetivo posible. Unos ríen mientras otros lloran... Y todo a la vez. La tele es humana. Cuando seamos capaces de asimilarlo quizás nos reconciliemos con un medio al que juzgamos con severidad para evitar juzgarnos a nosotros mismos.

Mientras escribo esta reflexión tengo puesto el polémico Gran Hermano Vip al que los anunciantes quieren boicotear tras las presiones recibidas desde las redes sociales [de la dictadura de las redes, les hablo otro día]. Y lo cierto es que me está costando horrores concentrarme con tanto grito. Pero al final, siempre tengo la libertad de apagar la tele o cambiar de canal.

Pero hacerlo, al menos hoy, significaría que claudico a los intereses de unos autoerigidos garantes de lo que hay que ver, consumir y, en definitiva, pensar. Y eso sí que no. Nunca deje de ver la tele, de cuestionarla y de cambiar de canal. Ahí radicará su libertad.