

Esta columna llega en vísperas de Nochebuena e inevitablemente tengo que hablar de la Navidad. He de reconocer de antemano que, en una familia repleta de agnósticos y ateos, vivo estas festividades muy alejado de sus intrínsecos motivos religiosos. No obstante, admito que, desde mi paganismo, disfruto estos días como el primero y detesto la postura de aquellos que los odian por sistema y sin razón, por el simple hecho de remar a contracorriente. Sea cual sea tu condición religiosa, la Navidad tiene su punto.
Su mayor argumento a favor son las sobremesas. Las suculentas y copiosas comidas y cenas que trabajamos en estos días están nublando nuestra atención de la parte verdaderamente importante, que es la que viene después del café. Ahí es donde la magia sucede. El momento en el que el abuelo se bebe un anís de más y la comedia se abre paso o tus tíos abren la caja de pandora y te preguntan si has encontrado pareja, que ya va siendo hora. Además, esta prórroga de las comidas es recibida con agrado por todos los públicos. Cuando eres pequeño, la esperas para poder comerte hasta el turrón del año pasado. Luego te haces mayor y la aguardas para desafiar a tu estómago con licores artesanos con más grados que el Sáhara.
Otro punto a favor es que la Navidad traiga consigo la felicidad como requisito obligatorio, una sonrisa permanente de medio mes. Entiendo que para muchos esto no sea precisamente una ventaja. No obstante, como gruñón crónico, que una época del año me ponga en mi sitio me viene francamente bien.
Está claro que la felicidad fingida de esta época no va a solucionar los problemas con nuestro entorno. Por mucho que disimulemos, en las cenas de empresa, comidas familiares y cotillones siguen estando los compañeros, parientes y amigos que no soportamos.
Sin embargo, durante unos días todos hacemos un esfuerzo por comportarnos como la gente civilizada que debiéramos ser el resto del año y apartamos nuestras rencillas personales por el bien común. Es un reseteo necesario, un pequeño respiro. Porque, seamos sinceros, en Navidad todos somos un poco menos insoportables.