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¿Cómo nos comunicamos? ¿Cómo nos comunicamos?

¿Cómo nos comunicamos?

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Grupo Psicara

Por Jessica Esteban Arenas

Bienvenidos al Rincón de la Psicología, un espacio donde todos los miércoles, los psicólogos y psicólogas de PSICARA (Psicología Aragonesa en Acción) abordamos temas y curiosidades relacionadas con la psicología, y esta semana hablaremos de la importancia del lenguaje en la comunicación. 

El lenguaje es la vía a través de la cual nos comunicamos y refleja e influye en nuestra manera de pensar. Se podría decir que se encarga de “amueblar nuestro pensamiento”. Sin embargo, tiene ciertos usos y expresiones discriminatorias que predisponen a que el pensamiento vaya en esa misma dirección. El problema radica en que, habitualmente, el lenguaje es desarrollado por aquellos grupos de personas que ostentan la “normalidad”. Suele tener una implicación de positividad para aquellas personas que entran dentro de ese grupo, dando a entender que lo que se sale de la norma no es bueno y, por ende, debe rechazarse o ridiculizarse. Erradicar esta concepción es un proceso lento y costoso, que requiere invertir muchos esfuerzos. A pesar de ello, en las últimas décadas, se han dado pasos hacia delante con el objetivo de tratar de hacer el lenguaje más inclusivo.

El lenguaje, como reflejo de la realidad social en la que vivimos, recoge formas que discriminan a aquellos grupos que han sido más castigados a lo largo de la historia, como, por ejemplo, las mujeres. Nuestra sociedad está formada sobre los cimientos de un sistema patriarcal, en el que antiguamente las mujeres apenas tenían derechos, en comparación con los hombres. Pero, a pesar de que en el último siglo se han producido inmensos avances en este sentido, todavía queda mucho camino por recorrer. Algunas de las maneras de empezar a utilizarlo en nuestros contextos más informales podrían ser: sustituir la “o” o la “a” por “x”, “e” o “@” (p. e. “nosotrxs”, “todes”, “amig@s”), o buscar palabras que incluyan a los dos géneros (p. e. “estudiantes”, “equipo”, “profesionales”). 

Por otro lado, nos encontramos el grupo de personas a las que tradicionalmente se les ha catalogado como “minusválidas”, “discapacitadas” o “retrasadas” por manifestar alguna alteración orgánica o funcional. Todos estos conceptos han sido utilizados durante mucho tiempo, y todavía hoy siguen estando presentes, para hacer referencia a algo negativo, por ejemplo, a modo de insulto, y eso les ha cargado peyorativamente. El hecho de utilizarlos hace que sea más probable tener una visión más negativa hacia ellas y, por tanto, que el comportamiento también lo sea. Una manera de iniciar esta inclusión surgió en el año 2005, cuando Javier Romañach propuso el término “personas con diversidad funcional” el cual se ajusta a una realidad en la que las personas funcionan de manera diferente o diversa a la mayoría de la sociedad. Lo que une a estas personas no es su diversidad, sino la discriminación social que sufren. Pero, el lenguaje inclusivo no solo ha de reducirse a términos específicos que nombren a los colectivos, sino que tiene que funcionar como un mecanismo complejo, en el que debemos prestar atención al resto de palabras que lo componen, como son los verbos y/o adjetivos. No es lo mismo decir “padecer”, “sufrir” o “aquejar” Síndrome de Down, que “tener”, “presentar” o “manifestar” Síndrome de Down, ya que la segunda es menos peyorativa que la primera.

De la misma forma, dentro del amplio campo de la salud mental, se han dado importantes avances en esta dirección. Por ejemplo, a través del uso de términos como el de “problemas de salud mental”, en lugar de “enfermedad mental”, ya que no tiene tantas connotaciones negativas y permite naturalizar que los problemas también aparecen en este dominio. Por otro lado, también sería recomendable dar más importancia a la persona en sí misma, que a su diagnóstico. Por ejemplo, al decir “esta persona es anoréxica” enfatizamos en la etiqueta y resaltamos esa característica como la única definitoria de la persona, cuando realmente, como cualquier ser humano, le definen muchas cosas más. En un intento de acercarnos a un lenguaje más inclusivo, podemos sustituirlo por expresiones como “es una persona con anorexia”.  Con esta estructura, al igual que se puede decir que tiene un problema de la conducta alimentaria, da pie a poder añadir que esa persona también tiene otras tantas características más que son importantes para ella. En relación a esto, Granello y Gibbs en 2016 llevaron a cabo una interesante investigación, en la cual administraron a 711 individuos dos versiones sutilmente modificadas de una escala validada que mide la tolerancia y las actitudes hacia las personas con problemas de salud mental (Community Attitudes Towards The Mentally III). Una de las versiones utilizaba el término “enfermos mentales”, mientras que la otra usó “personas con enfermedad mental”. El principal hallazgo fue que las y los participantes que recibieron la versión con el primer término reportaron niveles más bajos de tolerancia. Sorprendente, ¿no?

El lenguaje es una herramienta para la transformación social, que se tiene que ir modificando según los progresos y las realidades sociales. Tenemos que adaptar nuestro lenguaje a la persona con la que nos estamos comunicando, para asegurarnos de que es tratada con respeto y dignidad. Una de las vías fundamentales para avanzar en esta línea es la educación en diversidades desde edades tempranas, para que los más jóvenes conciban que la variedad entre personas y sus diferencias son una gran virtud como especie. Porque, al fin y al cabo, todos y todas nos merecemos vivir en un mundo en el que nos sintamos respetados/as y seguros/as.