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Regalen piedras Regalen piedras

Regalen piedras

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Javier Silvestre

El otro día, uno de mis mejores amigos me regaló una piedra. Sí, como lo lee: ¡una piedra! Llegó a mi casa a pasar el fin de semana y extremadamente ilusionado me dijo que tenía algo “muy especial” para darme. Pobre de mí, yo pensaba que sería el enésimo altavoz inteligente de Google para controlar hasta la luz del baño sin tener que mover un músculo… pero no. Me equivocaba por completo.

Lo primero que hizo al entrar en casa fue abrir su pequeña maleta con ruedas, sacar un minúsculo sobre de papel que olía a incienso, ponérmelo en la mano y pedirme que lo abriese. Me quedé un poco extrañado porque no entendía qué podía contener aquel sobre diminuto que pudiese hacerle tanta ilusión a él y que, a su vez, me fuese a reportar tanta felicidad a mí. 

Para colmo, soy de esas personas a las que no le gustan demasiado las sorpresas porque me cuesta disimular la cara de decepción que suelen generar en mí la mayoría de los regalos no estipulados de antemano. Así que la situación, a priori, se antojaba catastrófica. 

Lo bueno de los amigos es que te conocen y notan toda esa tormenta de reacciones que se está produciendo en tu cerebro ante una sorpresa de cualquier tipo. Y más aún cuando son conscientes de que el regalo material que te están haciendo, a ti te importará más bien poco.

Así que antes de abrir el sobre y descubrir que la sorpresa contenía una simple runa, mi amigo puso su regalo en valor. Me contó que había indagado, según mi fecha de nacimiento, qué mineral me correspondía para canalizar mis energías. 

Me explicó cómo encontró una pequeña tienda en una callejuela de la zona alta de Barcelona en la que vendían mi piedra. Puso mucho énfasis en decirme que le pidió un favor a otro amigo para que le llevase en moto y cómo estuvieron los dos, durante un buen rato, eligiendo la mejor piedra para mí. 

Y, para rematar, que la noche anterior, tal y como le había dicho una amiga que cree en "esas cosas", la había sacado al balcón durante la luna llena para cargarla de energía. 

Cuando abrí el sobre de papel arrugado y aquella bonita piedra rodó sobre mi mano no tuve que fingir ninguna cara de sorpresa o de alegría. Porque lo de menos era el regalo en sí. 

Por muchas más piedras en esta vida y menos altavoces inteligentes. Regalen piedras. Tantas como puedan.