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El ‘otro’ fin del mundo El ‘otro’ fin del mundo

El ‘otro’ fin del mundo

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Javier Silvestre

Acabo de llegar al fin del mundo a grabar una nueva entrega de Viajeros Cuatro. No puedo revelar dónde estoy pero les doy una pista: si creyera en las teorías terraplanistas estaría a punto de caer por un precipicio en vaya usted a saber qué agujero negro. Y lo que más me llama la atención de esta parte alejada de la nuestra civilización es precisamente eso: que exista civilización. Me asombra que exista una ciudad, mucho más grande que la mía, aquí, donde acaba la tierra y empieza la nada. Tengo mucho en común con esta gente. Más de lo que creía cuando llegué hace unos días.

Lo que más me repiten por estas latitudes es que esto es “el culo del mundo” y que están “dejados de la mano de Dios” (qué familiar me resultan sus lamentos). Quien más, quien menos, sueña con volar a una gran ciudad, a la otra civilización: la de las avenidas de asfalto y paredes de cristal. Parecen haberse cansado de lo que cada año atrae hasta aquí a miles de turistas de todo el mundo: sus avenidas de tierra y sus paredes de hielo.

Pero les entiendo. Comprendo lo que es sentirse aislado. Entiendo que ellos se hacen las mismas preguntas que me hacía yo hace algún tiempo sobre marcharse lejos de casa. Empatizo con la madre que se debate entre dejar marchar a sus hijos para darles un futuro mejor, o retenerlos cerca pese a que aquí las oportunidades son más bien pocas.

Eso sí. Esto es el fin del mundo a gran escala. No hay carreteras. Todo está demasiado lejos y el clima siempre es adverso. Los aviones tienen precios que pocos se pueden permitir y no son aptos para la mayoría de los bolsillos. Y los cruceros que atracan un par de veces por semana son sólo un espejismo de una vida mejor, repleta de billetes que no se devalúan y de sueños aparentemente hechos realidad.

Cuando les cuento que mi ciudad también es, a pequeña escala, el fin del mundo, muchos se llevan las manos a la cabeza. No entienden que en la vieja Europa, donde todo está tan cerca, haya una provincia con menos densidad de población que suya. Les resulta increíble que podamos sentirnos aislados en mitad de la civilización. Y lo comprendo.

¡Qué ridículas parecen nuestras reivindicaciones cuando nos topamos de bruces con el verdadero fin del mundo! ¡Qué cerca queda Madrid en coche, o Zaragoza en tren, cuando se está a cuatro mil kilómetros de cualquier punto habitado! ¡Qué privilegiado me siento por haber nacido en Teruel cuando me encuentro con esta otra realidad que también existe!

Pero no nos olvidemos que mientras ellos sí que viven físicamente en el fin del mundo, nosotros no. A los turolenses se nos ha relegado a ser un punto aislado en el mapa; un oasis de soledad en mitad de una Europa infestada de gente. Quizás debamos aprender a sacarle más partido a esta particularidad, igual que hacen aquí en el fin del mundo. Aunque visto lo que se ha hecho hasta el momento, albergo más confianza en los principios del terraplanismo que en dejar de ser el otro fin del mundo.