Síguenos
Sobrevivir al Apocalipsis Sobrevivir al Apocalipsis

Sobrevivir al Apocalipsis

banner click 244 banner 244
Javier Silvestre

Creo que durante las últimas horas he hecho todo lo que recomiendan no hacer para evitar contagiarme del dichoso coronavirus. He estado en un barco atiborrado de gente de todo el mundo, he volado en avión al lado de una señora de rasgos orientales que respiraba constantemente el mismo aire que yo, ha venido a mi casa un amigo turolense que había viajado a Milán semanas atrás… y para colmo me ha llegado un pedido de Aliexpress.

Por si fuera poco, he ido a una oficina de Correos donde he tenido que tocar una máquina expendedora de números y en la que he firmado con el típico bolígrafo atado con una cadena. Más tarde, recalé en un supermercado donde, pobre de mí, me he visto obligado a empujar un carro y a tocar dinero en efectivo con la cantidad de porquería que acumulan estas cosas.

Deliberadamente, no he cogido el metro para evitar riesgos y he optado por una agradable caminata por el paseo de Prado hasta llegar a un restaurante atiborrado de gente en el que unos señores murcianos hablaban a gritos en mi cogote. Podía notar el calor de sus alientos en mi coronilla… En un momento dado he tenido que ir al baño. ¡Y vaya odisea!

Abrí la puerta exterior y cuando entré en el habitáculo donde iba a proceder a desalojar el par de pintas que había ingerido tomé consciencia de los pasos a seguir. Encendí la luz con el codo, ya que luego las manos iban a una zona de riesgo para mi integridad masculina. Una vez acabado el proceso fisiológico en sí procedí a tirar de la cadena con un nudillo (como si esa parte del dedo no formase parte de la mano) y salí apresurado a lavarme las manos.

Emulando al mismísimo doctor Vilches me enjaboné con una meticulosidad casi quirúrgica y me sequé con un chorro de aire más propio de una actuación de Beyoncé en la Super Bowl que de un lavabo de Malasaña. Mi cara de estupefacción al ver que tenía que tocar el pomo de la puerta para poder salir me hizo paralizarme y pensar en quién habría tocado antes ese trozo de metal… y si también habría seguido las pautas de desinfección que había tenido yo.

 Opté por quedarme un rato esperando a ver si entraba alguien y podía aprovechar para escapar de mi trampa de azulejos alicatados. Al ver que no venía nadie, metí la mano en mi camiseta y abrí la puerta usando la tela de mi propia ropa como medida profiláctica. ¡Libre al fin!

Regresé a mi mesa. Pagamos con tarjeta e introdujimos, cada uno de los comensales, en el datáfono el PIN de nuestras tarjetas sin pensar demasiado en los cientos de personas que habrían realizado antes la misma acción. Y nos fuimos a bailar. Acabamos en una discoteca infestada de gente. Bailamos, nos rozamos, cantamos, hicimos una conga… Algunos incluso se besaban olvidando por completo que estaban jugándose el tipo, literalmente.

 En mitad de la pista de baile había dos chavales con pinta de extranjeros. Ambos llevaban una mascarilla blanca. De las buenas. De las caras. De esas que ya no se encuentran en farmacias y que tienen un filtro de carbono que es la bomba. Pero la llevaban en el cuello y no tapándoles la boca. En algún momento les pareció mejor exponerse al Apocalipsis que parecer dos psicóticos aterrados por un puñetero coronavirus.

Tuve que regresar al baño a desalojar otras dos pintas de cerveza. Me miré al espejo y decidí jugármela. Hoy puedo decir, con orgullo, que he sobrevivido al Apocalipsis.