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Historias de la Historia, con Javier Sanz: la peste negra (Parte I)

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POR JAVIER SANZ / ESCRITOR

Caffa (hoy Feodosia, península de Crimea), ciudad portuaria situada en el mar Negro bajo la autoridad de la República de Génova, era un centro neurálgico comercial al que llegaban las rutas caravaneras terrestres procedentes de la Gran estepa y del Lejano Oriente, y donde se embarcaban las mercancías en los barcos genoveses para llevarlas a Europa. Los genoveses, sabedores de su importancia estratégica y de que siempre estuvo en el punto de mira de mongoles y tártaros, la fortificaron. En 1347 los tártaros encabezados por Djani Bek atacaron la ciudad, pero pudo aguantar gracias a sus defensas. Djani ordenó sitiar la ciudad, pero al poco tiempo una plaga de peste negra diezmó sus tropas. Ordenó levantar el sitio, no sin antes compartir aquel regalo con los habitantes de Caffa -”para envenenar a los cristianos”-. Los tártaros muertos por la epidemia fueron lanzados en catapultas al interior de la ciudad. La peste había penetrado en la ciudad y muchos genoveses se embarcaron para huir sin saber que eran portadores de la muerte que propagaron por toda Europa. A los barcos que llegaron a Mesina (Sicilia), procedentes de Caffa, se les llamó los barcos de la muerte.

Esa es la historia que se cuenta de cómo llegó la temida peste negra a Europa, y aunque las fechas y la forma cuadren, no se sabe con certeza si la llegada a Europa fue tan hollywodiense, más que nada porque, como luego veremos, es harto difícil que un cadáver te contagie si no tocas un tejido infectado. Lo que sí está claro es que las rutas comerciales que unían Europa y Oriente fueron las vías de transmisión, ya que hacía un tiempo que entre los marineros corría el rumor de una epidemia mortal en Mongolia, China, India y Persia. De una forma u otra, estamos hablando de mediados del siglo XIV. Entonces, ¿se podría concluir que la peste negra aparece por primera vez en este momento? Pues, sí y no. La peste negra sí, la peste no.

La peste nos ha acompañado durante buena parte de nuestra historia y, que tengamos conocimiento, ha sido protagonista de tres grandes epidemias: la peste de Justiniano (541), con epicentro en Constantinopla, la capital del Imperio Romano de Oriente; la epidemia de peste que asoló el mundo conocido, principalmente a Eurasia, a mediados del siglo XIV, y la peste de China de  1855. Todas tienen un origen común en Asia, se extendieron a distintas partes del mundo a través de las rutas comerciales, aparecieron nuevos casos y brotes regularmente durante décadas y, también todas ellas, aparecieron de forma súbita provocando una elevada mortandad, entre humanos y animales, y un terrible impacto demográfico y socioeconómico, especialmente la de mediados del siglo XIV, conocida como la peste negra o muerte negra.

Hoy en día sabemos que la peste es una enfermedad bacteriana causada por el bacilo Yersinia pestis (descubierto a finales del XIX por los biólogos  Alexandre Yersin y Kitasato Shibasaburō), cuyo reservorio natural (el hábitat de la bacteria) son roedores salvajes -como la rata común, la rata negra, la ardilla o la marmota-, y que se transmite a los humanos por picaduras de pulgas que se alimentaron de roedores infectados (la más común), por contacto directo con líquidos corporales o tejidos infectados y, en el caso de la peste neumónica o pulmonar -de la que hablaremos más adelante-, por la inhalación de gotículas respiratorias. Más de 200 especies animales pueden contraer la peste y muchos animales domésticos, por ser parte de nuestro hábitat, padecerla de forma grave y ser fuente de infección para los humanos. Dependiendo de a qué organismos del cuerpo humano afecten y su grado de mortandad, que sin tratamiento alguno en el siglo XIV podía ir del 30 al 100% de los contagiados, hay tres tipos de peste:

La peste bubónica. Es la forma más común y entre su sintomatología incluye fiebre, escalofríos y ganglios linfáticos muy inflamados y dolorosos, llamados “bubones”. 

La peste septicémica. En este caso la bacteria penetra en el torrente sanguíneo y se propaga a todo el cuerpo. 

La peste neumónica o pulmonar. La menos común pero es la forma más mortal. Tiene lugar cuando la bacteria infecta los pulmones y puede transmitirse entre humanos por inhalación de gotículas respiratorias.

¿Cómo estaban las cosas por Europa cuando las pulgas hicieron de las suyas a mediados del XIV? Pues mal, muy mal. Era de esas épocas en las que, si echabas la vista atrás, seguro que añorabas tiempos pasados y, si eras de los que les gustaba mirar adelante, deseabas que terminase ya aquella centuria porque pasó de todo. El tema cultural estaba revuelto por el humanismo italiano y, con Francesco Petrarca a la cabeza, había iniciado una campaña en favor de recuperar la cultura clásica (lo que se llamará Renacimiento), porque decía que tras la decadencia de Roma la creación artística y literaria había caído en su pozo sin fondo y que las musas se habían exiliado -fueron los creadores de la cantinela de calificar a la Edad Media como Edad Oscura-. La Iglesia andaba manga por hombro, desde que en 1309, ante las injerencias de poder papas versus reyes y las diferentes guerras que asolaban la península itálica, Clemente V se guareció bajo la protección del rey francés y traslado la corte papal de Roma a Aviñón. Durante casi 70 años los Papas fueron cautivos de los reyes de Francia. Pero no sufráis, el propio Petrarca se encarga de contarnos cómo era su cautiverio...  

Aviñón es la vergüenza de la humanidad, un pozo de vicios, una cloaca en que se encuentra toda la suciedad del mundo. Allí se desprecia a Dios, sólo se venera al dinero, y se pisotea la ley de Dios y la de los hombres. Todo allí respira mentira: el aire, la tierra, las casas y, sobre todo, las alcobas papales. Adoran más a Venus y a Baco que a Jesucristo.

¿Y el pueblo? Nada nuevo, intentando sobrevivir a la guerra de los Cien Años, un conflicto bélico que se inició en 1337 y que mantuvo en armas a toda Europa durante 116 años -a pesar de llamarse de los cien años-, y tratando de subsistir a la Pequeña Edad de Hielo, un  periodo frío que acabó con los años de bonanza climática e influyó de manera catastrófica en las cosechas. Guerra y malas cosechas son el caldo de cultivo de las terribles hambrunas. Así que, la llegada de la peste a Europa en 1348 provocó el colapso demográfico, económico, social y, también, moral. 

La peste no se manifestó como en oriente, donde una hemorragia por la nariz era signo evidente de una muerte inevitable: aquí, al principio, aparecieron hinchazones en las ingles o bajo las axilas de las personas de ambos sexos; algunas crecían hasta alcanzar el tamaño de una manzana ordinaria y otras un huevo, unas más y otras menos, y el vulgo las llamaba bubones. En breve tiempo el mencionado bubón mortífero empezó a aparecer y a crecer en otras partes del cuerpo distintas de las dos antes dichas; y después de eso la enfermedad comenzó a mudarse en manchas negras o cárdenas que botaban en los brazos y por los muslos y en cualquier otra parte del cuerpo, unas grandes y espaciadas y otras diminutas y abundantes. El caso es que muy pocos sanaban y casi todos, al tercer día de aparecer los síntomas, quien antes, quien después, morían sin que la mayoría tuviera fiebre u otro accidente. Esta pestilencia tuvo tanta más fuerza porque se propagaba de las personas enfermas a las sanas con al misma prontitud con que se propaga el fuego a las coas secas o engrasadas que a su ver se encuentran 

Así describía Giovani Boccaccio en su obra Decameron la peste en ese mismo año. Y precisamente esas manchas oscuras de las que habla Boccaccio, y que suele dejar la variante septicémica, son las que darán nombre a esta epidemia de peste. En cuestión de mortandad las fuentes varían, pero las últimas investigaciones arrojan unas cifras terribles: entre 1348 y 1353 Europa vio reducida su población en un 60%, ya fuese como consecuencia directa de la enfermedad o de forma indirecta, como las muertes por hambre o el fallecimiento de niños y ancianos por abandono. Si la población europea rondaba en aquella época los 80 millones de personas, el número de muertos en este periodo pestilente habría sido de unos 50 millones, cifra que se doblaría si contabilizamos el mundo entero. Es harto difícil siquiera imaginarlo, pero así fue.

Aunque ahora sabemos que las responsables de la transmisión a humanos de la mortal bacteria eran las pulgas, durante mucho tiempo se pensó que eran directamente las ratas, pero ¿qué pensaban las gentes a las que golpeó duramente la peste negra? Según Petrarca, a todos les pilló fuera de juego.

Consulta a los historiadores, permanecerán mudos. Pregunta a los médicos, se quedan estupefactos. Vuélvete a los filósofos, levantan los hombros, y con un gesto del dedo, llevado a los labios, te imponen silencio.

La realidad es que se llegó a interpretar como una señal del fin del mundo, la llegada del Apocalipsis. Incluso en algunas crónicas de la época que describían la situación se hacía una anotación final preguntándose si alguien en el futuro podría leerlas. Otros la entendían como un castigo divino y, por ello, recurrían a la oración y pedían el amparo de María, la Virgen Madre de Dios, de su esposo san José, de los apóstoles, de los santos y hasta de los arcángeles. De hecho, en muchas representaciones artísticas de la peste los enfermos aparecen con sus característicos bubones y manchas negras y, como si de un ataque celestial se tratase, aseteados por flechas o atravesados por rayos. También surgió un género artístico propio de esta pandemia, las danzas macabras o danzas de la muerte. Normalmente eran pinturas con texto u obras de teatro donde se representaba una procesión o baile entre diversos personajes que encarnaban las diferentes clases sociales y esqueletos humanos, una personificación alegórica de la Muerte. Eran como una bofetada de realidad, porque nos recordaban que los placeres terrenales son pasajeros -la muerte siempre podría estar a la vuelta de la esquina- y evocaban el poder igualatorio de la muerte (todos, independientemente de la clase social, pasaremos por su guadaña).  

¿Y qué pasaba si la oración no funcionaba y los santos no intercedían por nosotros? Pues vamos un poco más allá y recurrimos a la flagelación. La flagelación ya existía, sobre todo en el ámbito monástico, como modo de expiar los pecados y mantener alejados los vicios. Sin embargo, a raíz de la epidemia, se creó la Hermandad Flagelante con la misión de expiar los pecados de toda la humanidad y conseguir aplacar la ira divina. Sus integrantes recorrían las calles en sangrientas procesiones azotándose la espalda con látigos. Al principio, tuvieron cierto reconocimiento entre el pueblo, ya que eran vistos casi como mártires e incluso se les llegó a atribuir algún milagro que otro, pero para la Iglesia era intrusismo laboral, ya que ellos tenían en exclusiva la licencia para negociar con Dios. En 1350, el Papa Clemente VI promulgó la bula Inter Sollicitudines, en la que prohibía la actividad flagelante y la hermandad se declaró herejía. Tema zanjado. 

Otra imagen recurrente de los años de la muerte negra fueron los llamados “médicos de la peste”, con un particular atuendo que incluía una máscara con un largo pico de pájaro en el que metían diferentes hierbas aromáticas y unos anteojos negros. Y aunque tenía la pinta de haberse escapado de una película de serie B, todo tenía su porqué. Para el gremio médico, la peste se producía por la corrupción del aire provocada por la emanación de materia orgánica en descomposición (miasmas), la cual se transmitía al cuerpo humano a través del aire, la respiración de un enfermo o por contacto con la piel. Considerando este origen parecía lógico cubrirse para no ser infectados, mantener la distancia con el aliento del enfermo, de ahí el largo pico, e ir respirando algo agradable en medio de aquel olor pestilente, el olor de la muerte que recorría las calles...

Los médicos no osaban visitar a sus enfermos, por miedo de quedar infectados y si lo hacían, su ayuda era pobre y no se ganaba nada. Se exponían los cadáveres a las puertas de las casas y a veces los tiraban por las ventanas porque no había quien los enterrara, pues los enterradores fueron los primeros en caer . Y no podía encontrarse a nadie que enterrara a los muertos por amistad o por dinero. Los enfermos morían sin nadie a su lado y los muertos permanecían varios días sin enterrar. El padre abandonaba al hijo, la mujer al marido y el hermano al hermano, pues esta enfermedad parecía atacar por el aliento y la vista. Y así, morían. La caridad estaba muerta y la esperanza perdida.  

Y por el tema de cubrirse los ojos, hacían bien en llevar los anteojos porque se decía que...

No obstante, el momento de mayor virulencia de esta epidemia, que acarrea al muerte casi instantánea, es cuando el espíritu aéreo que sale de los ojos del enfermo golpea el ojo del hombre sano que le mira de cerca, sobre todo cuando aquel se encuentra agonizando; entonces la naturaleza venenosa de ese miembro pasa de uno a  otro y mata al individuo sano