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Historias de la Historia, con Javier Sanz: la peste negra (Parte II) Historias de la Historia, con Javier Sanz: la peste negra (Parte II)
Ilustración medieval sobre las secuelas de la peste en las calles

Historias de la Historia, con Javier Sanz: la peste negra (Parte II)

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Javier Sanz

POR JAVIER SANZ / ESCRITOR

Ya hemos hablado de la interpretación religiosa, de origen divino, y de la médica, de origen natural, ahora vamos a por la astrológica, también de origen natural. Mientras la epidemia recorría París, el rey Felipe VI de Francia ordenó a la Universidad de Medicina que elaborase un informe sobre las causas de la peste. Esta fue su conclusión...

La pestilencia se debía a un cambio sustancial de lo respirable derivada de las conjunciones astrales, en concreto a una triple conjunción de Saturno, Júpiter y Marte, planeta maléfico, en el grado cuarenta de Acuario, ocurrida el veinte de marzo de 1345.

¿Qué? ¿Cómo se os queda el cuerpo? Será que los astros individualmente no tienen mal carácter, pero cuando se juntan... sale lo peor de cada uno y putean a los de siempre, a los terrícolas. 

Todavía nos quedaría una interpretación más, la del pueblo. El populacho quiso ver una mano negra, y nunca mejor dicho, detrás de tanta muerte. Como bien dice Emilio Mitre en su libro Fantasmas de la sociedad medieval, “ante la impotencia y el miedo, la búsqueda   de un chivo expiatorio ha sido siempre una de las más fáciles y demagógicas salidas”. Y, la verdad, tampoco hay que ser un lince para imaginar a quién se hizo responsable. ¿Os lo imagináis? Pues sí, a los judíos. Las sospechas iniciales, versión rumorología, se vieron alimentadas por los discursos incendiarios de algunos predicadores. ¿Y cómo lo hicieron los maléficos judíos? Pues envenenando el agua. Nada nuevo bajo el sol. Nos vamos a trasladar a la Francia del año 1321, donde se descubrió un complot de los leprosos. Como venganza por el abandono y el rechazo social de la sociedad, parece ser que los leprosos habían planeado, o así se vendió, envenenar el agua de fuentes y pozos. Ante esta acusación, se comenzó a quemar leprosos y, justo cuando uno de ellos iba a ser achicharrado, confesó que los judíos estaban detrás de aquel complot contra los cristianos. Lo soltaron y lo interrogaron. Lo único que le faltó cantar fue la Traviata. Según su testimonio, fue un plan urdido por los judíos para acabar con los cristianos y ellos eran el brazo ejecutor. Les habían pagado para echar en los pozos unas bolsitas con el veneno provistas de un peso para hundirse. Sin más prueba que esta supuesta confesión, comenzó la caza del judío. En 1323, el rey de Francia Carlos IV decretó la expulsión de los judíos y, la verdad, fueron los más afortunados porque otros muchos habían sido ajusticiados o quemados. También los había con una imaginación desbordante, ya que se decía que había visto a los judíos recorrer las ciudades con unos recipientes de los que salía un humo que, lógicamente, debía ser el agente letal. Además, como un plan maquiavélico perfectamente organizado, apoyaban sus teorías en que los judíos apenas estaban expuestos y que los que morían era porque se habían contaminado perpetrado los ataques terroristas. Habría sido suficiente con comprobar que en las poblaciones donde no los había, ni se les esperaba, también habían sufrido los estragos de la epidemia, pero eso habría sido como escupir al cielo. El caso es que, confirmando el dicho que reza “a río revuelto, ganancia de pescadores”, algunos supieron sacar tajada, porque algunos nobles de los principados alemanes alentaron a sus paisanos y les dieron carta blanca para asesinar judíos por una cuestión puramente económica. De esta forma, repitiendo lo hecho por el rey de Francia Felipe IV con los Templarios años atrás, se cancelaba de un plumazo las cuantiosos deudas que tenían con los judíos. Visto lo visto,  el papa Clemente VI tuvo que tomar cartas en el asunto y reaccionó publicando, en 1348, dos bulas en las que condenaba toda violencia contra los judíos y, además, instó al clero para que tomara las medidas necesarias para su protección. Otra cosa, bien distinta, es cuánto se implicaron los clérigos en esta protección. Lo que está claro, es que todo esto no fue más que otra muestra del antisemitismo galopante que recorría Europa y que acabaría con la expulsión de los judíos de los territorios europeos. 

Como hemos dicho desde el principio, supuso un colapso para la economía de la sociedad de la Baja Edad Media, pero no todo fue negativo. Podemos decir, que la peste negra hizo el trabajo de los sindicatos que, por cierto, no existían. 

El movimiento obrero surgiría como respuesta a la Revolución industrial, primero como resistencia a la propia industrialización, que destruía empleo, y más tarde como defensa de los derechos de los trabajadores, sometidos a las duras condiciones laborales de las fábricas. Las nuevas normativas europeas, desarrolladas a lo largo del siglo XIX, permitieron la creación de los sindicatos. En España, por ejemplo, la Federación Regional Española de la Asociación Internacional de Trabajadores en 1870 y UGT en 1888. Pero, caprichos de la historia o curiosidades de la vida, cinco siglos antes sería la peste la negra la encargada de "proteger" los derechos de los trabajadores y emprender una serie de reformas en favor de sus condiciones laborales.

La alta tasa de mortandad de la peste, que atacaba por igual a ricos y pobres, provocó una despoblación generalizada, siendo mucho peor en el campo que en la ciudad, hacia donde muchos campesinos huyeron buscando algún remedio milagroso de los profesionales de la medicina. Remedio que, lógicamente, no encontraban porque no existía. Se tiraba de sangrías, que mira que les gustaba lo de las sangrías en la Edad Media, de incisiones en los bubones para vaciarlos y aplicar algunos ungüentos. Algo más efectivo era separar a las personas infectadas de las sanas y aislarlos en sus casas a cal y canto para que, por lo menos, no propagasen la enfermedad. De hecho, de esta época viene la palabra cuarentena que, aunque hoy en día se utilice para designar a todo periodo de aislamiento sanitario o de abstención de una práctica, aunque no sea de cuarenta días, tiene su origen en los quaranta giorni (40 días) que tenían que esperar los barcos que llegaban a Venecia anclados en el puerto para poder desembarcar la tripulación y la mercancía. De esta forma, se aseguraban que nadie a bordo estuviese enfermo y, si lo estaba, se impedía el atraque. Si hubiesen existido redes sociales, este poema popular se habría viralizado... 

El que estará entero, 

libre de enfermedad 

Y resistirá el golpe 

de la pestilencia 

Que se alegre y deje todas las tristezas 

Que huya del aire maligno, que evite la violencia 

Que beba buen vino y coma carnes saludables 

Que camine entre el aire limpio y evite la niebla negra.

Además, y aunque pueda parecer lo contrario, las ciudades eran más "seguras" porque la progresión de la peste es más lenta cuanto mayor es la densidad de población. Las pulgas tenían más víctimas a las que atacar y, por tanto, había más posibilidades de librarse de aquella macabra lotería. El éxodo hacia las grandes ciudades permitió a estas compensar las enormes pérdidas de población y, a la vez, provocó una grave crisis de mano de obra en los feudos, las tierras que el señor otorgaba al vasallo en el contrato de servidumbre o vasallaje. El campo quedó despoblado, mientras la vida en las ciudades se revitalizaba. Los señores feudales que sobrevivieron, acostumbrados a vivir de las rentas que les proporcionaba el trabajo de sus vasallos, vieron cómo sus tierras se vaciaban, sus cosechas quedaban sin recolectar, las rentas agrarias caían estrepitosamente y los precios se derrumbaban. Así que, muy a su pesar, no les quedó más remedio que optar por vender o arrendar las tierras a precios muy bajos a quien las pudiera pagar o contratar a campesinos pagándoles salarios más altos. La peste negra había traído mejoras salariales para los campesinos y cierto poder en la "negociación colectiva en el sector agrario".

Aquella reconversión social y laboral permitió a terceros, ajenos al mundo rural, ocupar el puesto de aquellos señores feudales que tuvieron que vender o arrendar sus tierras. Aquellos terceros no eran otros que una nueva clase social, la burguesía. Estos habitantes de los "burgos" no eran ni chicha ni limoná: no eran señores feudales, pero tampoco siervos; no eran de la nobleza ni del clero, pero tampoco campesinos; eran mercaderes, artesanos o pertenecían a las llamadas profesiones liberales (médicos, letrados...). El auge de las ciudades en los primeros tiempos de la Baja Edad Media (siglos XII y XIII) habían permitido a los burgueses acumular ciertas rentas que ahora, con los estragos de la peste negra, podían invertir en el campo y sustituir a parte de la vieja nobleza rural.

Los trabajadores del campo seguían siendo el eslabón más débil de la cadena agrícola y los nuevos jefes les "apretaban" para que la producción hiciese rentable su inversión. Pero, al contrario de las tradicionales estrategias de la nobleza para aumentar la producción (roturar más tierras y más horas de trabajo), que habían quedado obsoletas y en aquel momento eran inviables, la burguesía introdujo nuevos métodos de cultivo y herramientas que racionalizaron el trabajo y permitieron aumentar la productividad con menos trabajadores.