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Miserias Miserias
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Juanjo Francisco

 La pandemia ha puesto al descubierto variadas miserias humanas que estaban escondidas entre tanta tecnología y otras formas de hacer la vida más agradable y cómoda. La sociedad del bienestar nos había colocado en un plano en el que todo lo desagradable, costoso o que requería ciertos sacrificios, era delegado a otros, bien a través de contraprestaciones económicas o utilizando la vieja técnica del escaqueo.
Entre las citadas miserias destaca muy por encima de otras muchas el cuidado de los ancianos. Habíamos normalizado que las residencias eran el lugar idóneo para afrontar el tramo final de la vida, pero lo que no estaba previsto es que, ahora mismo, quedasen al descubierto las carencias en dotaciones, de personal especializado y de medios, que tenían estos centros. No hay nada escrito sobre obligaciones de trato a nuestros abuelos y cada cual se guiará por sus sentimientos o circunstancias personales a la hora de decidir qué hacemos con los mayores, por lo tanto, las residencias de ancianos seguirán cumpliendo su papel, que para algunos no es otro que el de morideros ambientados con gente más o menos amable, y para otros una simple salida a un problema del proyecto de vida de cada cual, de una existencia sin tensiones sentimentales, el consabido “ojos que no ven...”
Aceptado pues que el coronavirus ha dejado a esta sociedad tan confortable con el culo al aire, cuando se zanje la expansión de la enfermedad, tendrá que haber un replanteamiento de la función y funcionamiento de las residencias. Está claro que aquellos que dispongan de recursos económicos podrán optar por la vía del luxury que ofrece la iniciativa privada -otra cosa es la atención médica- y los demás tendrán que esperar que las administraciones públicas tutelen mejor los servicios sociales, por las cuenta que nos trae a la mayoría, visto lo visto. 
Ahora, solo queda confiar en que la sociedad haya aprendido la lección y que los viejos, hablando en plata, sean vistos con otros ojos: muchos de ellos son ejemplos de una vida dura y llena de dificultades que, sin embargo, no les ha evitado un final cruel donde los haya. La decrepitud es implacable en sí misma, no necesita aderezos y sí comprensión y mucha ayuda.