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Nuestros yayos

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Elena Gómez

Hace una semana viví uno de los momentos más emotivos del confinamiento. Pude hablar con mi abuelita por videoconferencia, a la que no vemos desde hace casi un mes, gracias al empeño de los trabajadores de su residencia por mantenernos comunicados a través de las nuevas tecnologías.

No voy a entrar a debatir sobre la ética o idoneidad de las residencias de ancianos o sobre su funcionamiento en la sociedad del s. XXI. Cada anciano ingresado tiene una historia detrás y una familia con unas circunstancias concretas que no ha podido tomar otra decisión.

Lo que tengo claro es que en estos momentos, por ser la población más vulnerable a la pandemia, debemos centrar toda nuestra atención en ellos y su entorno. La situación es la que es y tenemos que estar a su lado, le pese a quien le pese.

Porque más allá de la preocupación, me fascina la capacidad de resistencia de los yayos. Son una generación fuerte, han pasado por muchas vicisitudes y, cuando parecía que ya estaba todo hecho, les está tocando librar la última gran batalla. Y a pesar de ello, los que están más o menos sanos, no dejan de sonreírle a la vida y de luchar por nosotros, sus vástagos, que por una macabra carambola del destino somos ahora su mayor amenaza.

Están aceptando el aislamiento con resignación, obedeciendo las indicaciones de sus cuidadores, no abandonando sus rutinas en la medida de lo posible y adoptando nuevas habilidades para poder estar en contacto con sus familiares.

Cuando los podemos ver a través de la pantalla, el corazón se nos encoge en un nudo de dolor y anhelo. Pero ellos nos reciben con buen gesto, nos dicen que todo está bien, que pronto nos veremos en persona y que tienen muchas ganas de abrazarnos. Mantienen el tipo porque saben que son nuestros referentes, y no se permiten el lujo de hundirse delante de nosotros.

Las personas mayores nos están volviendo a dar una lección de vida. Ojalá nos demos cuenta de una vez por todas que son necesarias, y que no deberíamos volver a darles la espalda.