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El nuevo verano El nuevo verano

El nuevo verano

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Javier Silvestre

Ayer abrí un hotel. Como cliente. Junto con mi compañero cámara hemos venido a una zona de costa a grabar un reportaje y resulta que hemos sido los primeros huéspedes de la temporada. Es raro porque todo está vacío. Al ser los únicos turistas todo gira en torno a nosotros y no podemos evitar sentirnos observados. Tenemos que entrar con mascarilla, desinfectarnos los pies, lavarnos las manos y hablar con la chica de recepción separados por una mampara de metacrilato.

“El desayuno es de siete a diez de la mañana”, nos dice sonriente tras su FFP2. Le decimos que bajaremos a las nueve, que no hace falta que venga nadie antes… no queremos dar mucho trabajo teniendo en cuenta que somos los únicos clientes. Pero nos dice que Míriam llegará a las siete porque está deseosa de empezar a trabajar.

El silencio se apodera de la noche. No hay portazos, no hay suspiros de pasión, no hay guiris armando escándalo en el pasillo tras terminarse la barra libre de la discoteca. Sólo se escucha el sonido del mar. Poco más. Se puede dormir con la ventana abierta. No hay coches, no hay gritos, no hay verbena. Ni rastro del verano.

Por la mañana, bajamos a desayunar. De las 12 mesas del restaurante del hotel sólo hay una con un mantel puesto. La nuestra. Al entrar, Míriam me saluda y me pregunta qué quiero. Se acabó del buffet. Tengo que elegir y señalar lo que tomaré pero a distancia. Ella se encarga de ponerlo todo en un plato y traérmelo a la mesa. Luce una mascarilla reutilizable con el logo del modesto hotel en el que estamos y no para de moverse de arriba a abajo. No quiero imaginármela cuando esto esté lleno de clientes…

Salimos a la calle. Nos despiden el gerente, dos limpiadoras y el hijo de Míriam que acaba de llegar con una furgoneta de reparto. Subimos al coche y nos perdemos por una gran avenida vacía. Es raro porque por fin ha salido el sol, después de varios días lloviendo, pero la playa está desierta. Nos cuesta encontrar gente en bañador que se meta al agua y que nos permita ilustrar cierta normalidad para el reportaje que estamos grabando.

Durante el día vamos quedando con diversos invitados. Nos saludamos a lo lejos e intentamos respetar todas las normas de seguridad pero sin que se note que estamos sumidos en mitad de una pandemia. La televisión es así: o jugamos a superlativizar la realidad o la camuflamos para que nuestro trabajo sea reutilizable a lo largo del tiempo. En nuestro caso, huímos de los planos donde se vea a gente con mascarilla, intentamos simular una normalidad que ya no existe y vestimos de verano un 43 de mayo pasado por agua.

Pero lo cierto es que las calles están vacías. Las terrazas están desiertas. Las miradas están perdidas hacia una carretera por la que ya no llegan coches. Las grandes ciudades aún están confinadas y las fronteras con Europa siguen cerradas. La zona de playa en la que estamos se ha quedado congelada en un eterno mes de marzo.

Volvemos al hotel después de 12 horas grabando fuera. Nos llama la atención ver una pareja en un balcón del segundo piso. “Esta noche ya sois ocho”, nos dice cómplice la recepcionista con su invisible sonrisa bajo la mascarilla. Es fin de semana y los precios son irrisorios… Cada portazo, gemido o borrachera que se cuele en nuestros cuartos tendrá sabor a victoria. Es la falsa normalidad de este nuevo verano que nos acecha.