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El collar de perlas El collar de perlas

El collar de perlas

El Espejo de Tinta, por José Cañada

Se conocían desde siempre. Habían crecido juntos y así pasaban los días; incluso, algunas veces hasta las noches, cuando de muy pequeños sus padres se reunían a trasnochar y a ellos los acostaban en la misma cama.
El padre de Elvira era el jefe de una estación perdida entre montañas por las que circulaba  un tren de vía estrecha que transportaba carbón. El padre de Ignacio, el encargado de unas minas de plomo, cercanas a la estación, que se explotaban con un reducido grupo de obreros que iba desde el pueblo. Ya no había más vecinos en aquel paraje.
Cuando los niños alcanzaron la edad escolar, diariamente tenían que recorrer andando los tres kilómetros que había hasta el pueblo, por un angosto camino de carros. Los primeros años contaron con la compañía  del padre o la madre de alguno de los dos. Luego aprendieron a ir por su cuenta y sólo Tovi, el perro lobo que tenían en casa de la chica, era el tercer compañero. Como siempre estaba jugando con ellos, tampoco en el viaje los quería abandonar, pero sus padres no querían que lo llevasen a la escuela y lo fueron acostumbrando a volver desde mitad del camino. Allí, al final de la cuesta, hacían un descanso, le decían adiós acariciándole las orejas y la lomera, y le regañaban para que regresase a casa.
A Elvira e Ignacio, estos viajes los unían mucho, a la vez que aprendían a ser responsables, disfrutaban del riesgo de vivir la aventura que les suponía el viaje en solitario, sin la compañía de los mayores. A pesar de que algún día el chico se embotaba por algo y caminaba un trozo muy deprisa para demostrar a la chica que no le podía seguir, lo normal era que el trayecto les resultase alegre y divertido, sobre todo, en aquel trecho que les seguía  el perro, porque Ignacio hacía muy buenas migas con el animal y le enseñaba las mil diabluras. Casi a diario, se quitaba el cinturón y unía por las asas las dos carteras y se las colgaba al chucho sobre la lomera para que  las llevase encima como si fuesen unas alforjas. Otras veces, cantaban o Elvira se ponía a recitar alguna poesía de las que aprendía en la escuela para que el camino les resultase  más corto.
 Así fueron creciendo. Pero el paso de los años inició en sus pequeños seres la marca de su discurrir, y Elvira comenzó a mostrar formas redondeadas, a captar impresiones que hasta entonces habían permanecido dormidas, y al que hasta entonces había tratado como a su hermano, comenzó a despertar en ella un afecto especial. Hasta llegó a soñar una noche que se daban un beso en el camino.
Ignacio andaba más despistado en estas cuestiones, estaba más a lo suyo, a cazar pájaros, a jugar al fútbol, a escaparse por el monte de los alrededores con el perro en busca de aventuras, con el que se sentía muy seguro. Esto hacía que el perro hiciese más caso a él que a la chica, por eso estas escapadas  a Elvira le molestaban, le daban algo de celos y se chivaba a sus padres para que le regañaran. No le gustaba que siendo el perro suyo, el que se había criado en su casa, le hiciese más caso al chico que a ella.
La explotación de la mina cada día era más difícil y rendía menos. Por fin, llegó el momento que se temían, y sin tiempo ni para dar explicaciones, cerraron la mina. La familia de Ignacio tuvo que volverse a su tierra asturiana.
Si entristece siempre perder a un vecino con el que te llevas bien, mucho más apena cuando éste es el único que tienes, razón por la que toda la familia de la estación lo sintieron mucho, y de una manera especial Elvira, para quien separarse de su amigo más íntimo supuso un verdadero trauma, si bien, sus padres le ayudaron a superarlo con la compra de una bicicleta, que era otro de sus sueños. 
De vez en cuando, ambas familias se carteaban y tanto Ignacio como Elvira ponían su firma junto a la de sus padres. A medida que se repetían las primaveras, para la chica, aquel amigo de la infancia, aquel compañero de andanzas, se colaba en su mente con rasgos de confusión, de mayoría de edad, que inducía a un cambio radical entre lo que fue y lo que hoy podría ser. Se lo imaginaba menos juguetón, más formal y más adulto, y ansiaba recibir una carta suya, exclusiva para ella, y dejara de firmar en las de sus padres. Seguro que si ahora lo volviera a ver, estaría a un paso de enamorarse. ¡Cómo encariñaba la distancia!
Aconteció un hecho inesperado, su padre tuvo que abandonar una semana la estación para asistir a unos cursos de ferrocarriles que se daban en León. A la vuelta, vino con la sorprendente noticia de que había  entablado amistad con uno de los asistentes, que era de Mieres, y como abreviaron en un día el cursillo, aprovechó para marchar con él y visitar a la familia de los añorados vecinos. La alegría y la sorpresa de verlo habían sido inmensas;  hasta el chico, que por cierto ya estaba hecho un mozo, se había echado a llorar, y aparte de traer los buenos deseos y abrazos de todos, también venía con un regalo de él, pues cuando ya iba a coger el tren de vuelta, le había entregado aquel paquete que mostraba en la mano para Elvira, diciéndole que le quería dar una sorpresa.
Ésta  se puso loca al recibirlo. Saltó de alegría. Fue algo tan inesperado que preguntó emocionada de qué se trataba, qué había dentro de aquel envoltorio. Su padre dijo desconocerlo. Sólo le había dicho que era una sorpresa para ella.
No quiso abrirlo en presencia de sus padres. Marchó a su cuarto y con sumo cuidado comenzó a despegar el papel. La impaciencia brotaba de sus manos, pero por otro lado quería alargar aquel instante de inquietud y de sorpresa, y lo hacía despacio, pensando en Ignacio, del que su padre decía que ya era un chico alto. Descubrió una pequeña caja, la tanteó con los dedos, y cerró los ojos, mientras levantaba la tapa muy despacio para centrar su emoción en aquellos segundos eternos de felicidad.
 ¡Qué alegría! En el primer reflejo, su mente vio un collar de perlas. Luego…, sus ojos le fueron delatando la realidad: varias bolas brillantes, parecidas a las perlas, rodeaban un collar de cuero. También había una nota que decía: Quiero que se lo pongas, estará chulo nuestro perro, y que le saques una foto cuando tengas ocasión, y me la mandes.
La chica quedó anonadada, triste, y… fue cerrando la caja con sus dedos quebrados, mientras recorría con su mente, paso a paso,  aquel trecho de camino que tantas veces habían pisado los tres juntos.