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El demérito El demérito

El demérito

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Javier Silvestre

No me he cruzado demasiado con miembros de la Familia Real a lo largo de mi carrera profesional. Cuando lo he hecho me he encontrado dos formas de despachar con la prensa totalmente antagónicas: desde el campechanismo de Don Juan Carlos a la altivez de su hermana Pilar. Con Felipe sólo me crucé una vez hace años y admito que tuvo un detalle con los periodistas que nos ganó a todos.

Corría el año 2001 y el entonces príncipe vino a inaugurar una feria de yates en la Fira de Barcelona. Después de dos horas paseando detrás del hijo del rey, llegó el momento de tomar algo en una sala anexa. Nuestra sorpresa se produjo cuando entraron autoridades y demás cortesanos pero nos dejaron fuera a las dos docenas de periodistas que, muertos de hambre y de sed, llevábamos toda la mañana caminando entre barcos que jamás podríamos comprar.

Nos cabreamos mucho. A los periodistas, ya se sabe, hay que darnos de comer aparte. La explicación del responsable de prensa es que al príncipe “no se le puede grabar comiendo, ni bebiendo”. ¡Soberana estupidez! ¿Por eso no podíamos entrar a ponernos tibios con un jamón cinco jotas que se olía a metros de distancia?

Nosotros no queríamos grabar a Felipe alimentándose. Queríamos comernos ese jamón y, de paso, tomarnos una bien ganada cervecita. Los cámaras de televisión y los fotógrafos, que siempre son más peleones que nosotros los plumillas, montaron un buen escándalo. Tanto gritaron que el entonces príncipe habló con sus escoltas y les dijo que nos dejasen entrar.

Estuvo con nosotros bromeando, confesándonos quién fumaba en la Casa Real y manteniendo una charla distendida durante un buen rato. Cuando tuvo que irse nos dio la mano, uno por uno, a todos los saciados periodistas y se perdió tras una puerta acompañado de su séquito de no menos de 20 personas. Un gesto sencillo pero inteligente que hizo que se metiera en el bolsillo a los presentes. Un modus operandi perfectamente estudiado. 

No sé qué quedará ahora de ese Felipe de hace dos décadas. Porque ha llovido mucho. Y esta última semana ha jarreado más bien. El desacierto de irse de España de Juan Carlos I supone admitir, implícitamente, que de emérito le queda más bien poco. Y de benemérito ni hablamos. Pero, ¿qué se puede esperar? Si los políticos pasan del barrio al chalet en Galapagar en menos de lo que dura una legislatura y se abstraen totalmente de los problemas reales de la calle, ¿qué no debe sucederle a quien nace, crece, se reproduce y se jubila en Palacio?

El mayor enemigo de la Monarquía ha resultado ser el propio monarca. Y eso lo sabe medio Madrid desde hace décadas. Los medios protegían a la institución y el Estado saneaba el alcantarillado como parte de la rutina habitual. Hasta que los méritos del emérito, como todo en esta vida, se han desdibujado por el paso del tiempo. Y hasta que algunos se cansaron de que el primero de los españoles también hiciese valer sus privilegios para hacer negocios y pisarles la manguera. Fue esto último lo que realmente hizo caer a un rey acostumbrado a que sus amigos empresarios regalasen joyas a sus amigas especiales. Campechano de puertas para fuera pero un comisionista de puertas para adentro, Juan Carlos nos ha salido rana. Sapo más bien. 

Marcharse sin estar imputado de ningún delito, que la primera parada sea Abu Dabi y la falta de transparencia informativa en todo este asunto han acabado de transformar al emérito en demérito. Y esto no ha hecho más que empezar.