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Diana García Sanz. Fotógrafa aficionada. Le gusta colaborar y participar siempre que puede en eventos y concursos relacionados con la fotografía en Teruel y la provincia, por lo que ha recibido algunos premios a nivel local

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El Espejo de Tinta, por José Baldo

Por José Baldo

"Sam no podía pensar con un arma apuntando a su cabeza. A pesar de ello, lo que más le dolía era ver a un esbirro de Malone poniendo sus sucias manos sobre Lisa. Su Lisa. Jamás debió enamorarse de la mujer del jefe y mucho menos, intentar huir con ella. Malone tenía ojos y oídos en todas partes, y medio Chicago comía de la palma de su mano. Era inútil intentar escapar, esa habitación de motel sería su ataúd. Sam oyó cómo su verdugo quitaba el seguro al arma, más allá del clic del gatillo no habría nada. Aquellos diez días junto a Lisa habían sido los mejores de su vida y ahora, un malnacido la sujetaba de los brazos para que no perdiera detalle de su ejecución.

El disparó resonó en mitad de la noche. Sam apretaba con fuerza sus párpados intentando ver un halo de luz viniendo hacia él. El tiempo pasaba y el dolor no llegaba. Abrió los ojos y la escena que vio, removió sus entrañas mucho más de lo que habría supuesto un balazo. Los asesinos habían jugado con ellos. Su amada estaba tendida en el suelo y su cuerpo, cubierto de sangre, no dejaba de temblar.

Lisa volvió el rostro hacia Sam buscando refugio en su mirada. Su vida se escapaba a través de un agujero en el vientre y solo le quedaban fuerzas para suplicar:

-No quiero morir".

Los timbrazos del teléfono devolvieron a Marco a la realidad de su despacho. El escritor se puso en pie, molesto por tener que abandonar la máquina de escribir justo cuando los héroes de su relato más le necesitaban.

-¿Diga?

Nada. Del otro lado de la línea llegaba un sonido débil, apenas un leve rumor de estática como el de un televisor mal sintonizado.

-¿Sí, dígame?

Ante la falta de respuesta, Marco colgó el aparato. Odiaba aquel invento del demonio. Si no hubiera sido por la insistencia de su esposa, jamás habría instalado una línea telefónica en su lugar de trabajo; no quería distracciones mientras estaba escribiendo, pero su mujer se quedaba más tranquila sabiendo que ese maldito chisme le daba conexión directa con su marido. Él pasaba mucho tiempo en el minúsculo estudio a tan solo un par de calles de su domicilio familiar, allí encontraba la libertad y tranquilidad suficientes para escribir sus novelas y cumplir con los exiguos plazos de entrega que le imponía la editorial. 

Marco regresó frente a su Olivetti y encendió un cigarrillo. Tras dos caladas al Ducados, el teléfono volvía a romper el silencio con su inoportuna llamada de atención. El hombre acudió hasta la otra punta del apartamento y descolgó el auricular:

-¿Quién es?

Nadie respondió. Aguzó el oído y le pareció distinguir una respiración.

-¿Es una broma? Puedo oírte, no tiene ni puñetera gracia… 

Soltó una maldición y de un manotazo, cortó la comunicación. Apenas había dado la espalda al teléfono, cuando su sonido áspero llenó la estancia por tercera vez. Sin perder un segundo, Marco contestó:

-Oye, maldito imbécil, algunos intentamos trabajar. Si vuelves a insistir, te juro que llamo a la policía.

Colgó sin esperar respuesta. Agarraba el auricular con  tanta fuerza que los dedos podrían haber atravesado el plástico gris. Sin embargo, aquello no iba a ser tan fácil. El teléfono sonó de nuevo. Marco no podía creerlo, un idiota se había propuesto arruinarle la tarde de trabajo. En un arrebato de furia, agarró el cable del aparato y de un tirón, lo arrancó de la pared.

Silencio. Marco echó un vistazo a su alrededor y comprobó que el estudio recuperaba su paz habitual. Saboreó satisfecho su victoria y se dirigió a la mesa de trabajo. En su camino, apartó con el pie un puñado de libros de bolsillo amontonados en el suelo, volúmenes impresos en papel barato, con llamativas ilustraciones en sus portadas y títulos tan singulares como Sinfonía en Colt 45, El fabricante de viudas o Novias frescas para el diablo. Eran sus novelas, no se avergonzaba de ellas, pero un cierto complejo le impedía colocarlas en la misma estantería que las obras completas de Galdós o Raymond Chandler.

Marco encendió otro cigarrillo para calmar sus nervios y echó un vistazo a las últimas páginas que había escrito. Tan solo hacía unos minutos que la tinta se secaba sobre el papel y con todo el lío del teléfono, le parecía que habían pasado horas. Concentrado en la lectura, el escritor no oyó el primer golpe en la puerta, pero la urgencia de una segunda llamada hizo que se incorporase dando un salto de la silla. Todo el mundo se había confabulado para no dejarlo en paz. Por un instante, pensó que podía tratarse de su familia, pero enseguida descartó la idea. Era temprano para que su mujer viniese a recogerle con los niños; había conseguido entradas para una nueva película de ciencia ficción que sus hijos se morían de ganas por ver, La guerra estelar o de las estrellas, algo así. Quien quiera que fuese, no dejaba de aporrear la puerta, así que se acercó hasta el vestíbulo y sin más, abrió.

El rellano de la escalera estaba desierto, los pocos rayos de sol que se filtraban a través del tragaluz aumentaban esa sensación de soledad y vacío. Marco cerró la puerta. Primero el teléfono y ahora esto, alguien la había tomado con él. Intentó calmarse y desechar esa idea pero una ráfaga de golpes secos reclamó su atención. La puerta recibía las embestidas de una nueva llamada. Poco a poco, su furia inicial había ido cediendo paso al temor y la inquietud. El escritor decidió echar un vistazo a través de la mirilla. Nadie aguardaba al otro lado.

Marco volvió a la mesa. Necesitaba sentarse y pensar en lo que estaba ocurriendo. Sus ojos, distraídos, se posaron en la máquina de escribir y leyó las últimas frases que ocupaban el folio: 

"Lisa volvió el rostro hacia Sam buscando refugio en su mirada. Su vida se escapaba a través de un agujero en el vientre y solo le quedaban fuerzas para suplicar:

-No quiero morir".

Nuevos golpes retumbaron en el estudio, parecía como si de un momento a otro, la puerta fuera a venirse abajo. Marco, asustado, se levantó de la silla. Sus pies avanzaron tímidamente hacia la entrada del piso. Cuando pasó junto al teléfono, éste comenzó a sonar; su timbre, desafinado y cruel, se fundía con los aldabonazos de la puerta. Un grito escapó de la garganta del escritor, aquello tenía que ser una pesadilla. Se acercó al aparato y tomó el cable entre las manos. Una gota de sudor frío, helada como la nieve, recorrió su espalda al comprobar el extremo arrancado de la pared.

-No es posible… no…

Ahogado por el miedo, Marco vio cómo su mano derecha descolgaba el auricular y lo llevaba hasta su oreja. Una voz femenina que hasta ese instante solo había existido en su cabeza, pronunció unas palabras que el escritor habría de repetirse hasta el fin de sus días:

“No quiero morir”.