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Covi Galeote Mayor. Hace más de 10 años Angel J.Torres le habló de esta Sociedad Fotográfica Turolense con tanto entusiasmo que le convenció

Contra corriente

El Espejo de Tinta, por Eva Fortea

Por Eva Fortea

Llegaron en sus relucientes coches negros y me hablaron con toda confianza, según dijeron ellos; sentí su mano como una losa sobre mi espalda, rodeando mis hombros, tratando de empujarme hacia delante y cerrándome la vuelta atrás.

Yo ya desconfíe entonces y así se lo dije a todos, ¿cómo nos íbamos a marchar?, ¿abandonar las casas?, ¿renegar de nuestra tierra? Eso no podía ser bueno.

El alcalde y el cura nos hablaron, nos enseñaron los planos de unas paredes grandes de cemento que pararían la fuerza del agua. El pantano nos beneficiaría, nos construirían un pueblo nuevo unos kilómetros más abajo, nos ayudarían a levantar las nuevas casas, nos podríamos llevar los animales y todo, y además nos pagarían unas buenas pesetas por ello. 

Con el río domesticado casi se nos aseguraba la cosecha, ni el pedrisco sería tan malo, ni el calor y la sequía nos harían temblar. La comida y la prosperidad estaban aseguradas.

Pero no me convencieron y al salir de allí subí la cuesta más despacio que nunca; me costó casi una hora llegar a casa y cuando abrí la puerta ya había decidido que no me iría.

Mi mujer trajinaba en la cocina, y mis hijos, ya casi dos hombres, cenaban allí mismo. Me senté con ellos.  Ella me conocía bien, desde chicos, y no tuve que decir nada, supongo que mi semblante y mis hacer explicaron todo. Tampoco esperaba yo una respuesta, pero su sonrisa callada fue una bendición para mis miedos.

El invierno agonizaba y en el lavadero los chopos ya daban algo de sombra, la primavera despertaba, pero ellos volvieron y nos anunciaron que no habría verano, había que irse.

Y se fueron. Embutieron sus vidas en furgonetas y lo hicieron riendo, contentos. Nosotros remoloneamos, agotando el tiempo, los plazos fueron expirando. Sus gestos, sus modos y sus palabras se tornaron poco a poco más rudos, hasta que llegó la fuerza. No lograron nada los consejos bienintencionados de los vecinos, ni siquiera las tímidas observaciones de mis hijos. Para mí, entrar en razón, en su razón, era casi morir.

Al final no nos quedó otro remedio, hubo presiones y amenazas, que fueron socavando mi valentía. Las lágrimas de mi mujer fueron mi flaqueza y cedí. Lo consiguieron, nos sacaron de la casa, nos echaron del pueblo y nos metieron allí, en esa aldehuela prefabricada, toda de ladrillo caravista, que no sentía mía.

Sé que los vecinos se rieron de mí, de nosotros, que nos llamaron locos y se creyeron en posesión de la verdad.  Me dio igual. También sé que sólo fui una imprevisible molestia para aquellos señores, nada que les atemorizara o desviara de sus proyectos. 

Y empezamos esa otra vida, o al menos lo intentamos. Fue difícil porque ya nada era igual, pero nos fuimos acostumbrando, obligados a cubrir con pátina de viejo, un mundo recién estrenado y bruñirlo sin más herramientas que tesón y olvido.  Para los jóvenes era más sencillo, pero en los mayores siempre vi yo un halo de tristeza en el mirar, eso sí,  escondido a fuerza de esa voluntad y tesón con los que poder para echar raíces.

Sembramos y recogimos la primera cosecha, la segunda y algunas más; y fueron buenas. Los chicos crecieron y marcharon para la ciudad, y como los míos, casi todos, y allí quedamos los padres, con la tierra. Ya nadie hablaba del pasado, del otro pueblo. Todo parecía olvidado, pero cada uno añoraba su pedazo, su recodo, aunque fuera por dentro, callando. 

El tiempo que dicen que tanto ayuda, seguía corriendo, y yo, que dicen que nunca fui el mismo, allí trabajaba y allí vivía. Los hijos volvían al verano y a Navidad y traían a los nietos, que ya no conocieron otra cosa sino el pueblo nuevo. Todavía no éramos viejos pero el cuerpo nos iba pidiendo de vez en cuando un respiro. Y así andábamos, aguantando, cuando una mañana todo se desvaneció, mi mujer no se despertó y yo creo que me volví loco. No recuerdo mucho de aquel trance, me abrazaban, me vestían, me acostaban y hasta me daban de comer. Pero los días se iban sucediendo y los hijos tenían que trabajar, volver a su vida, y me quede solo. Alguien les contó que me estaba dejando morir. Tal vez fuera cierto.

Me metieron en un coche con dos maletas y viajé a la capital. Me llevaron al hospital y los médicos les explicaron que sólo era tristeza; quizá tuvieran razón o quizá no. Las pastillas no funcionaron, nada funcionó. Yo me cansé y ellos, aunque nunca lo dijeron, también. Así que empecé a pensar y a comer, e incluso a hablar; se fueron fiando de mi, creyendo que ya no haría “ninguna tontería”, y un día les sorprendí –“me vuelvo al pueblo”-, dije entre bocado y bocado. No aplaudieron pero tampoco lloraron, y yo les comprendí. Solo un poco convincente: “¿pero cómo te vas a volver?, “¿qué vas a hacer tú allí solo?”

Llene la maleta con mis cuatro cosas y un día de principios de abril me devolvieron al pueblo. Yo andaba callado y algo oscuro, hilando una maraña de ideas. Me limpiaron la casa y llenaron la despensa y cuando la tarde caía, se despidieron y se marcharon.

Hubo bastante trajín aquella noche, ir y venir de los vecinos, casi en una fiesta se convirtió. Mucho compadreo y “aquí estarás mejor, ya verás”. No es que les diera carrete, ellos solos mordieron el anzuelo y tiraron. El silencio se abrió paso entre el humo y acalló la habitación cuando allá por el penúltimo vaso de vino, volví a decir: “me vuelvo al pueblo”. Ellos entendieron, las miradas escaparon y aunque nadie preguntó, añadí: “mañana por la mañana”.

Casi no había dormido pensando en mí mujer, en qué pensaría ella sobre mi decisión. Cuando el claror despertó los sonidos de cada día, no quise escucharlos para evitar que me atraparan. 

Un vecino, quinto mío, me llevó en su coche. Callados todo el trayecto nos fuimos acercando; teníamos el barranco a la vista, el río corría libre al fondo, un carcomido muro de hormigón y algún que otro hierro rojizo y retorcido era todo el vestigio que restaba del desastre. Nunca hubo excavadoras, obras colosales, pantano, ni presa. Nadie inundó el pueblo. Un plan enrunado por años de vida y burocracia.

Llegamos al pueblo y caminamos. El eco que nos devolvían las paredes de las casas solas, nos retumbaba en la cabeza.

Nada ni nadie me iba a echar de allí. Estallé en una carcajada desmedida, estentórea, que contagió a mi acompañante e hincados de rodillas en los adoquines del suelo, reímos y lloramos al tiempo y yo me quedé allí, en paz.

Pasadas unas semanas, un día a media mañana oí los motores acercándose por aquella carretera que moría en mi pueblo, hasta diez coches me permitieron contar mis ojos algo torpes ya. Poco después sus ocupantes se acercaron a la barbacana que daba a mi huerto, “venimos a quedarnos”-anunciaron. 

Una sonrisa se me despertó y seguí cavando.