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Volver al pueblo

El Espejo de Tinta, por Antonio Ortega

Por Antonio Ortega

Ese año todo el mundo se puso de acuerdo para volver al pueblo. El confinamiento había hecho mella en el ánimo de medio país, y a pesar de haberse visto obligados a parar durante meses, las vacaciones eran más que nunca necesarias. Puede que Carlos llevase unos ocho años sin acudir a su pequeño pueblo ubicado en la provincia de Cuenca. No era un pueblo especialmente bonito, pero guardaba un sinfín de recuerdos de la infancia y de la adolescencia. 

Carlos atravesó el pueblo y aparcó en la pequeña plaza que había frente a la casa de sus abuelos, “la placeta”. Descargó su única maleta y entró en la casa. La mezcla de imágenes, olores… le produjo una profunda sensación de pena, una añoranza infinita de unos tiempos que ya no volverían. Por ese motivo Carlos decidió no deshacer la maleta, y abandonó la casa, para ir en dirección al bar. El único bar superviviente de los tres que un día sirvieron tapas típicas y cervezas heladas para aderezar veranos de descanso y desconexión. 

En la pequeña barra del bar aguardaba Emilio, el dueño de toda la vida. Un tipo de estatura media, mirada cansada y un frondoso bigote que los años habían teñido de blanco. Cuando Carlos entró en el bar, Emilio tuvo que mirarlo tres veces hasta que lo puedo reconocer.

- Madre del amor hermoso, ¡Carlos!, el nieto de Ismael y la Paca. Pero ¿cuántos años hace que no vienes por el pueblo?, ¿qué es de tu vida? -. Emilio se emocionó tanto de la inesperada visita que concatenó demasiadas preguntas en muy poco espacio de tiempo, tanto que Carlos se sintió abrumado.

- ¿Qué tal Emilio? Pues la verdad es que ya no me acuerdo de la última vez que vine. Ya sabes, la vida en la ciudad, el trabajo… Se van dejando las cosas para más adelante y al final nunca se hacen.

- ¡Qué me vas a contar a mí hijo mío! Llevo 3 años queriendo cambiar la cafetera y ahí la tengo, petardeando y dándome problemas. – Emilio se giró mirando la vieja cafetera de reojo e hizo ademán de golpearla con un trapo sucio que tenía dejado apoyado en el hombro. Carlos soltó una carcajada involuntaria. Emilio se apoyó sobra la barra y prosiguió. 

- Bueno ¿y qué tal las cosas por la ciudad? La verdad es que todo esto del virus ha sido un lío. Aquí en el pueblo lo hemos notado un poco menos, pero me imagino que por las ciudades habrá sido todo más difícil. – Emilio suspiró.

- Lo hemos ido llevando como hemos podido, trabajando desde casa, con muchas precauciones, y algunos días con bastante miedo, sobre todo al principio. Este año no tenía demasiadas ganas de ir a ningún sitio fuera de España conforme están las cosas, así que he decidido venirme al pueblo, porque suponía que aquí todo estaría mejor. – Concluyó Carlos.

- ¡Así que ha tenido que venir una pandemia mundial para que Carlos volviese al pueblo!, pues si que es gordo lo tuyo. Bueno ¿te pongo una cerveza fresquita? Emilio sonrió de una manera pícara y golpeó levemente con el codo a Carlos en una muestra de complicidad.

- Ponme mejor un café del tiempo Emilio – Carlos sonrió correspondiendo al gesto de Emilio.

- ¡Estos valencianos! ¿Cómo que un café del tiempo?, ¿en tiempo de virus cómo es un café del tiempo?, ¿un café con una mascarilla? – Emilio rió profundamente. 

- Tú no cambias Emilio, llevas poniendo cafés del tiempo más de 40 años a valencianos, y sabes que es un café largo con hielo – dijo Carlos con un tono condescendiente.

Las bromas de la gente del pueblo hacia los valencianos siempre fueron algo usual, pero jamás escondieron una mala intención. Emilio sirvió el café en una taza con publicidad de su marca de café habitual, acompañado de un vaso chato con dos cubitos de hielo y una rodaja de limón con 3 piñones. Carlos agradeció el servicio y tras disolver el azúcar en su café, vertió el contenido de la taza con bastante maña, sin derramar ni una sola gota sobre la barra. Dio un primer sorbo y se aclaró la garganta.

- La verdad es que tienes razón con lo de venir al pueblo. Ahora que estoy aquí es como si hubiese metido la cabeza en un agujero y la hubiese sacado una década más tarde. Los años van pasando y uno no se da ni cuenta. Pero ¿sabes lo que me pasa? He pasado veranos tan bonitos aquí, que volver me resulta duro. Los recuerdos se me amontonan en la cabeza y en vez de desconectar de mi trabajo y mi vida en la ciudad, me deprimo. No puedo evitar acordarme de mis abuelos, de mi abuela pelando patatas con brío, de mi abuelo sentado en los bancos de la plaza con el resto de jubilados, apoyados en sus garrotes. Ahora veo esos bancos vacíos y la sensación de soledad y nostalgia me enturbia la visita. – Carlos bajó la mirada y apuró su café.

- Los recuerdos duelen Carlos, pero si duelen es porque aún los conservas. Piensa que cada vez que vuelves al pueblo y ves la cocina donde guisaba tu abuela, la recuerdas. Cuando ves el banco donde tu abuelo pasaba las mañanas con sus amigos, lo recuerdas. Es preferible conservar los recuerdos a que se disuelvan en tu memoria como un cubito en tu café del tiempo. El tiempo. Que curiosa comparación ¿verdad? – Emilio guiñó un ojo a Carlos una vez más.

- La verdad es que sí, pero es curioso como preferimos aislarnos de lo que nos duele. – Carlos fijó la mirada en la cafetera, y la mantuvo durante unos segundos. Emilio aprovechó para recoger la taza y el vaso. 

- A mí me encanta ir a la ciudad. Tanta tranquilidad a veces me agobia y necesito bajar a hacer algunas compras y perderme entre gente que no me conozca – Emilio prosiguió – pero cuando bajo no puedo evitar acordarme de mi mujer, era de un pueblo de Valencia y fue la que me descubrió aquella tierra. Murió hace cuatro años. Cada vez que bajo a su tierra no puedo evitar el dolor de su recuerdo, pero también me hace sentirla más cerca. Ya lo ves Carlos, no hay ciudad sin pueblo, al igual que felicidad sin dolor ni añoranza sin recuerdo. 

Carlos asintió, pagó su café y se dispuso a volver a casa, ahora con renovadas intenciones de recorrer el pueblo. Un recorrido que le evocaría un viaje a un pasado, doloroso, pero necesario.