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Raquel Fuertes

Desde el 21 de junio hemos simultaneado el fin del estado de alarma (o nueva normalidad, lo que menos les disguste) con lo que históricamente conocemos como verano. El resultado está siendo un tiempo atípico lleno de “quiero y no puedo”, para muchos, y de “hago lo que me viene en gana”, para otros. O para los mismos, que de todo hemos ido picando, según el momento. Tal vez lo más exacto sea decir que en medio de este naufragio ninguno hemos tenido muy claro a qué tabla teníamos que agarrarnos para evitar ser engullidos por alguno los implacables torbellinos que nos acechan: la enfermedad o la pobreza. Para ir haciendo camino, en lo que sí nos hemos puesto de acuerdo es en no querer morir de aburrimiento. Somos de naturaleza disfrutona y, después de tanto encierro, quien más, quien menos, todos hemos buscado fórmulas para resarcirnos del aislamiento de una primavera encapsulada y gris.

Y no sé si no teníamos claras las instrucciones o si nos ha caído una maldición de Carlos Jesús (o Miguel Bosé), pero cuando la mayoría ya andamos en el tiempo de descuento de las vacaciones, o jugando los primeros minutos de partido, se acerca la vuelta a la realidad y las aguas se han ido embraveciendo en ambos frentes. Ha llegado la hora de saber qué va a pasar con los ERTEs que debían haber terminado hace meses y que prometen extenderse o, peor, metamorfosearse en EREs que nos abocarán a esa crisis que anuncian terrible (mientras aún cogíamos aire de la anterior). Difícil será sacar cabeza en el torbellino de la pobreza.

Y si intentamos escapar del otro, del de la maldita enfermedad, aún nos sentiremos más desnortados: escalamos posiciones en la afectación por número de habitantes y tenemos asegurado un puesto en el podio mundial del horror. Y no sabemos por qué. Quizás debimos ser menos del bando del “hago lo que me da la gana”, pero tal vez también hubo algún problema con las instrucciones recibidas. O en las competencias transferidas.

Porque entre estas dos aguas de difícil navegación nos encontramos con la realidad de que ya no hay paréntesis, no hay vacaciones. No hay prórrogas. La normalidad debería estar lista para instalarse y aún no sabemos ni cómo será la vuelta a las aulas. Ni con qué riesgos. Algo hemos hecho mal. Y llegó la hora de la verdad.