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Al cantar

El Espejo de Tinta, por Silvia Ariño

Por Silvia Ariño

La nueva alcaldesa llevaba semanas pensando en cómo cohesionar más a la reducidísima población de su pueblo. Era un pueblo de nueva construcción, cuyo plan de urbanismo no había contemplado favorecer los espacios públicos de encuentro y por ello se había complicado establecer relaciones y contacto entre los vecinos. Además, se encontraba solo parcialmente habitado; todavía un gran número de casas reposaban vacías y cerradas y esto aumentaba el aislamiento. Los habitantes habían ido llegando poco a poco y con discreción a lo largo de tres años, incluyendo la alcaldesa, quien se había propuesto de forma determinante cambiar esta situación.

El secretario, un muchacho joven de unos treinta años, entró en el despacho murmurando. Al principio la alcaldesa no le prestó atención, pero debido al largo tiempo que pasó manipulando los archivadores y seleccionando unos sobres oficiales, terminó por fijar la vista en él. No tardó en darse cuenta de que en realidad estaba cantando, con aire distraído, Déjame vivir con alegría de Vainica Doble. La alcaldesa sintió cómo se le aceleraba el corazón y quedó inmóvil, impresionada pero atenta a la letra entrecortada y apenas audible desde el cuello de la chaqueta del secretario. Hacía años que no pensaba en esa canción, y sin embargo podía recordarla nada más escuchaba el canto imprevisible y desconcertante del joven, quien realmente parecía trasladado a otra dimensión. Con apenas un gesto de despedida, la alcaldesa volvía a encontrarse sola, y a la vez que reflexionaba sobre la desafección de sus vecinos no podía evitar sentirse inundada por las emociones que le habían provocado la canción. Realmente, no podía distinguir hasta qué punto su sobrecogimiento provenía de la misma escena que acababa de vivir más allá que de la propia canción. Ella y el secretario actuaban cada día con sincera cordialidad, pero nunca habían hablado de sus gustos personales o habían hecho algún comentario que rayara ligeramente lo íntimo. Por ello, haber descubierto una coincidencia semejante, con un muchacho veinticinco años más joven que ella, no dejaba de sorprenderla.

La alcaldesa se separó de su mesa y giró la silla para poder mirar por la ventana. Por un momento se le cruzó la extraña idea de qué hubiera pasado si ella se hubiera unido al cantar del secretario. Posiblemente, él se hubiera avergonzado y la escena se habría visto marcada por su incomodidad. Empero, ella sabía que esa reacción dependía mucho del contexto de poder en el que se encontraban y que posiblemente en la calle la reacción en ambos hubiera sido muy diferente, tal vez incluso habría funcionado como puente para mantener una conversación de tintes mucho más personales. Guiada por una intuición, ahondó más en esta posibilidad y en las implicaciones conceptuales del hecho de unir las voces para cantar una misma canción. En seguida pensó en los cantos religiosos que funcionaban como un llamamiento a hacerse uno con el resto, así como en las canciones populares que habían sido un elemento de cohesión social y reforzamiento de los pueblos. Antiguamente, las canciones eran cantadas en el patio de vecinos, la taberna, los festejos familiares... y hacían aflorar emociones compartidas y estrechar lazos.

Sobresaltada por esta idea, la alcaldesa corrió a su mesa a apuntar aquellas canciones que pensaba que podían ser conocidas y fueran susceptibles de apelar a unos vínculos emocionales compartidos. Tras una precipitada lista, llamó a su sobrino, guitarrista que vivía en una ciudad cercana, le explicó la situación y acordaron verse a la mañana siguiente.

Eran las doce del mediodía cuando el guitarrista se sentaba en una silla cerca de la única tienda y el único bar del pueblo. Con lentitud desenfundó la guitarra y la apoyó sobre sus piernas con cuidado, ajustando también los dos micrófonos que apuntaban hacia él. Era sábado y no había nadie por la calle, tan solo unas señoras mayores permanecían a la sombra de un árbol y aparentaban no atender a lo que estaba sucediendo. Apenas las primeras notas comenzaron a salir de la guitarra que ya no apartaron su mirada del chico, quien parecía llenar todo el ambiente.

- Borriquito como tú…

Una joven se asomó a su ventana y comenzó a dar palmas mientras reía. El guitarrista cantaba a la par que tocaba y la alcaldesa se apretaba las manos nerviosamente, mirando en derredor para estar atenta a todas las posibles reacciones. Su sobrino no parecía necesitar de nadie, pero ella inhibió su vergüenza y la autoridad que le correspondía a su cargo y se colocó tras él para hacer los coros. Era una canción divertida y algunos niños aparecieron riéndose, mientras un confundido y sonrojado secretario doblaba la esquina y se quedaba clavado en el suelo. Más jóvenes daban palmas desde sus ventanas y un rumor excitado comenzó a amortiguar el penetrante sonido de los altavoces. De pronto, el guitarrista paró un segundo la música antes de llegar al último estribillo. La alcaldesa aguantó el aliento y pudo observar cómo la plaza se había llenado de todos los vecinos, quienes permanecían asombrados y apretados entre sí para no perderse el espectáculo de ver cantar a su alcaldesa. Casi sin pensarlo, ella levantó los brazos mientras hacía círculos con las manos invitándoles a unirse y, cuando rompió de nuevo la música, algunos niños chillaron y corrieron a bailar junto a ellos. 

Terminaron entre aplausos y silbidos, cuyo bullicio parecía llenar todos los rincones del pueblo. La alcaldesa se sentía ruborizada, pero carraspeó suavemente mientras reunía valor y se acercó el micrófono a los labios:

- Hola, vecinas y vecinos. Os agradecemos mucho que os hayáis reunido con nosotros esta mañana de calor y fiesta. El único propósito de estas canciones improvisadas es colaborar cantándolas y profundizar en su sentimiento de unidad. Que no os preocupe cantar mal, forma parte del humor y la complicidad necesarios para pasarlo bien hoy. A título personal, me gustaría invitaros a cantar con nosotros desde el disfrute y la alegría de compartir este momento.

Nuevos aplausos se tragaron los rasgueos de la guitarra, que sonaba de nuevo atemporal e histórica, trayendo recuerdos no siempre vividos por todos pero presentes en la cultura compartida que supone nuestro marco de comunicabilidad, aquel con el que nos relacionamos afectivamente y nos inspira para actuar.