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Viajar en autobús Viajar en autobús
Silvia Lorenzo Lucia. Es miembro de la Sociedad Fotográfica Turolense, de Gúdar polifacética e interesada en la fotografía y el arte.

Viajar en autobús

El Espejo de Tinta, por Juan Corellano

Por Juan Corellano

Siempre se preguntaba por qué van tan lentos los autobuses. Tampoco tan lentos, pero la ineludible obligación de parar en cada minúsculo pueblo de nuestra extensa geografía retrasa de manera inevitable su marcha. Esos pueblos con cartel de bienvenida que te despiden por la otra cara, calles contadas e historias sin contar. En aquellos lugares el tiempo pasa más lento, a veces hasta pasa de largo. Quizás por eso los autobuses tardan tanto, porque la parsimonia de los pueblos es contagiosa y van perdiendo las prisas por el camino. 

Un pitido, el estruendo de un frenazo y olor a goma quemada. Estar a punto de sufrir un atropello le sacó de golpe de sus ensoñaciones de autobús. Reanudó su marcha a paso ligero, huyendo cabizbajo de los improperios del conductor que casi se lo lleva por delante. Todavía aletargado por el madrugón, no esperaba cruzarse con nadie durante una mañana de domingo en Teruel, tampoco un coche. Y es que en ese momento no había casi nadie por la calle. Casi nadie, pero alguien había. 

Ensimismado y casi atropellado, sin apenas darse cuenta se había alejado bastante de su casa, caminando ya por el carril bici que discurre frente al instituto Segundo de Chomón. Continuó el paso mientras pensaba en las horas que había pasado en aquel edificio. Siempre le gustó más el viejo. Sus parcos muros de ladrillo casaban mejor con los maestros de bigote amarillo nicotina que todavía regentaban algunas de sus aulas. Aunque no todo eran ventajas en el antiguo edificio. Para ir a clase tenía que montarse cada mañana en un autobús urbano, no menos lentos que sus desesperantes homólogos trotaprovincias. Maldita sea, cómo odiaba los autobuses. 

En aquel instituto había aprendido todo lo que un barbilampiño como él buenamente puede saber, que es más bien poco. Algunas de esas enseñanzas incluso las sacó de sus profesores y aquellos manidos libros de texto. El resto las robó entre los descansos en el patio y los pasillos. Allí le habían repetido hasta la saciedad que tenía que estudiar si quería ser un tipo de provecho. Sin embargo, por alguna extraña razón, nunca le habían contado que el paseo de aquella mañana era una parte ineludible de su camino hacia una adultez supuestamente respetable. 

Era consciente de que estaba dando un rodeo absurdamente innecesario, pero no le importaba. Había salido con tiempo más que de sobra y le apetecía deambular por las legañosas calles de una ciudad que aún se estaba desperezando. No trataba de eludir el obligado e incómodo destino final de su paseo, pero sí demorar su llegada todo lo que le fuera posible. En su vagabundeo se topó con el estadio Pinilla y se encaramó a lo alto de uno de los muretes que cercan el campo. Desde arriba pudo ver mejor las gradas vacías, el césped recién cortado y ese marcador que solo los más veteranos habían podido ver en funcionamiento. 

Siempre le había gustado el fútbol, pero al fútbol nunca le gustó él. Pese a sus desavenencias con aquel juego, alargó esta relación imposible hasta que sus obligaciones escolares le obligaron a colgar las botas. Ser un paquete nunca fue impedimento, pues el fútbol muchas veces era lo de menos. La cuestión era pertenecer a un equipo para que un entrenador supervisase cómo hacía el idiota semanalmente con sus amigos. 

Además, era una buena excusa para salir de tanto en cuanto de excursión a Cella, Monreal, Calamocha, Alcañiz, Calanda o Valderrobres. Esta última visita siempre era de las más agradecidas, pues el insulto en chapurriau rompía la monótona hostilidad de la blasfemia que recibían como visitantes. Añoraba cómo todo era más fácil cuando su única preocupación eran aquellos intrascendentes partidos de fútbol. Añoraba todo menos, por supuesto, esos lentos y fastidiosos autobuses en los que viajaban a los encuentros.

Fantaseando todavía con los goles que nunca marcó, sus pasos comenzaron a recorrer el viaducto viejo. Un apelativo igual de obvio y previsible que el del homólogo que se erige a su lado, el viaducto nuevo, aunque bastante más perecedero. Porque el viejo, al ser precisamente el más vetusto de los dos, puede serlo todo el tiempo que le venga en gana. Pero al nuevo, con un cuarto de siglo de existencia sobre sus vigas y subiendo, le empieza a pesar el apodo. Un problema que se solucionaría, claro está, con un tercer viaducto. El viejo seguiría siéndolo, el antiguo nuevo dejaría a un lado sus contradicciones y el nuevo nuevo guardaría, aunque no por mucho tiempo, cierta coherencia con su nombre.

Al igual que sus pasos, sus divagaciones parecían dirigirse hacia ninguna parte, pero acababan desembocando de manera sibilina e inexplicable en un destino concreto. Justo cuando terminaba de cruzar el viaducto y se topaba con el monumento a la Vaquilla, reflexionaba sobre ese tercer puente inexistente que, por una absurda anécdota, le retrotraía, precisamente, a ese fin de semana marcado con rojo indeleble en el calendario de todo turolense. Recordaba aquel momento mientras arrastraba con desgana su maleta por la cuesta de la Ronda de Ambeles, muy cerca ya de concluir su largo paseo. 

Sucedió en una Vaquilla de tantas. Era tan tarde que se le había hecho pronto, el sábado ya era domingo y en su vuelta a casa ya caía un sol de justicia. Vestido de blanco, adornado de rojo, manchado de morado y adulterado a tragos, se cruzó con un foráneo que, pese a no conocerlo, directo se lanzó a preguntarle: “Chaval, ¿dónde es que tenéis el tercer puente aquí? Porque solo veo dos y yo dejé mi coche debajo del tercero”. 

Sin esperanza, se lanzó a explicarle que en su estado suerte tenía de ver solo dos viaductos y no seis, que en Teruel solo estaban el viejo y el nuevo, aunque muy nuevo no era, y que vete tu a saber dónde estaba su coche. Tras media hora de palabras sin sentido e incluso un breve descanso para enseñarle a jugar a la morra, el foráneo dio con la clave: “Coño, calla. Si es que yo vine en autobús”. Cómo no. 

Volvió a reírse, porque las anécdotas graciosas lo siguen siendo aunque te las cuentes mil veces. Y hubiera seguido riéndose si no fuera porque una voz grave le volvió a recordar que el mundo estaba fuera y no dentro de su cabeza. Era el conductor, recordándole que el billete a Madrid son diecisiete euros. Pagó en mano y en efectivo, porque para según que cosas Teruel sigue siendo un Stalingrado en el que la modernidad hace tope. 

Recorrió el pasillo del autocar con toda la parsimonia del mundo, dejó su mochila en el hueco junto al techo y se sentó en uno de los muchos asientos vacíos. Con la cabeza apoyada contra el cristal, miraba por la ventana mientras deseaba que ese autobús fuera el más lento de todos. Ojalá el viaje se hiciese insoportablemente eterno. Sabía que, desde el momento en el que pusiese un pie en el suelo, pasaría mucho tiempo hasta que pudiese coger otro autobús de vuelta.