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El síndrome de la mascarilla El síndrome de la mascarilla

El síndrome de la mascarilla

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Javier Silvestre

Un amigo mío siempre ha sostenido que la moda de la barba en los hombres no tiene marcha atrás. Cree que muchos chicos la aprovechan para tapar su no siempre agraciado rostro y resultar así más atractivos. Su teoría es que, si uno no es especialmente resultón, nada mejor que unos cuantos pelos para disimular los defectos faciales. Con la obligación de usar mascarillas, este efecto de ocultación facial se ha disparado a niveles que hasta ahora sólo conocían los nipones. ¿Quién se esconde detrás de la mascarilla?

El ser humano necesita crear imágenes mentales completas de aquello que tiene delante. Lo hace mediante un efecto sobradamente conocido que se llama pareidolia, consistente en que “un estímulo vago y aleatorio (habitualmente una imagen) es percibido erróneamente como una forma reconocible”. Para que lo entiendan, es aquello que hacemos cuando vemos formas de animales en las nubes, por ejemplo. Pero desde que empezó la pandemia, nuestro cerebro está sobrecargado teniendo que completar los centenares de medios-rostros con los que interactuamos a diario.

Está cuantificado: los últimos estudios sentencian que la mascarilla nos priva del 55% de la información no verbal que antes recibíamos a cara descubierta. Porque aunque los ojos son el espejo del alma, el resto del rostro es todo nuestro tocador. En la China anterior a Confucio, hace 2.500 años, ya existían profesionales que leían caras y las interpretaban. Ahora les llamamos morfopsicólogos y son capaces de extraer muchísima información de un sujeto con tan sólo analizar una fotografía de su cara. 

Nuestro rostro siempre ha sido una llave que abría puertas o las cerraba. Pitágoras elegía a sus alumnos si sus rasgos cumplían una serie de requisitos y fue el precursor de la fisiognomía, la disciplina que vinculaba la cara a la personalidad. Y cuentan que Abraham Lincoln despidió a una persona de su gabinete porque no le gustaba su cara. Cuando alguien le recriminó al presidente estadounidense que “la cara no se elige”, espetó que “cualquier persona con más de 40 años es responsable de su rostro”. 

Es decir, que tal y como afirman algunos expertos en lenguaje no verbal, “el rostro es un currículum vitae” al que antes accedíamos de forma inconsciente y que ahora nos ha sido arrebatado de un plumazo. La mascarilla genera sentimientos contradictorios: nos hace sentir temerosos de los desconocidos porque no les vemos la cara, pero nos envalentona ante los demás porque nos hace sentirnos más protegidos por estar ocultos tras nuestro filtro de tela. Es una sensación parecida a lo que se siente al entrar en Twitter con una cuenta falsa…

El problema reside en las relaciones interpersonales. La mascarilla también es un muro para conocer a la persona que tenemos delante. La falta de información no verbal nos obliga a tirar de pareidolias e imaginación; es decir, que completamos la cara del que tenemos enfrente como más nos gustaría a nosotros que fuese esa persona. ¿Y qué ocurre de forma irremediable en un 99,9% de los casos?

Que cuando ese rostro que hemos idealizado se deshace de su tapabocas llega la cruda realidad. Mentones sobredimensionados, falta de higiene bucal, carmín excesivo o ridículas perillas… Todo es peor de lo que habíamos imaginado y la decepción se cierne sobre nosotros. Y para redoblar el drama, de forma inconsciente, nos preguntamos si nuestra cara al descubierto habrá causado la misma desazón. 

El síndrome de la mascarilla ha llegado para quedarse así que aprovechen para no descuidar el resto de su rostro porque, en el momento de la verdad, hay que dar la cara. No queda otra.