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Rafa Nadal Rafa Nadal
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Juan Corellano

Resulta que al final la vida es eso que pasa mientras Rafa Nadal sigue ganando el Roland Garros. Ayer el tenista español conquistó este título por decimotercera vez en su vida, igualando con veinte el número de Grand Slams conseguidos por Roger Federer y reavivando el estéril debate sobre quién de los dos es el mejor pelotero de la historia de este deporte. 

El que tenga que inscribir su nombre en el trofeo ya empieza a tener un trabajo más inútil que las lucecitas de ‘prohibido fumar’ de los aviones. En ambos casos saldría mejor poner algo con permanente y desentenderse. 

Para mí Nadal es todo un referente. No tanto por el tenis, pues ya hace tiempo asumí que el deporte no es lo mío, sino por ser un faro para esas personas devotas de las rutinas, manías y demás insufribles hábitos y costumbres. Siempre que veo un partido suyo me convenzo a mí mismo de que él también tendrá una agenda, una de esas buenas con las páginas grandotas que regalan los sindicatos o los electricistas. Y me lo imagino volviendo de la compra y disfrutando de tachar el deber cumplido. 

Porque Rafa es un tipo metódico, de costumbres. Que si la carrerita al salir a pista, que si la famosa calzoncillada y el pelito detrás de las orejas antes de sacar, que si mi familia y mi novia de toda la vida en plan siciliano de Manacor pero bien. De hecho, aunque en el altillo ya no le cabe ni medio trofeo más, el tío sigue mordiendo los que va ganando para ver si es plata plata, que con los franceses uno nunca puede pasarse de precavido. 

Últimamente he estado pensando bastante en cómo funcionan las cabezas de esta gente, de gente que pasa años y años instalada en la élite como el propio Nadal. A menudo me pregunto si esa insaciable obsesión que les lleva a todos a ser los mejores en lo suyo, no solo en el deporte sino en otras disciplinas de la vida, no sería vista como algo insano y enfermizo si se enfocase en cualquier otro aspecto más cotidiano.

Rafa Nadal llegando a casa y sacando la agenda buena del cajón. Empuña un boli y tacha con entusiasmo: ganar Roland Garros 2020.