Han pasado exactamente 225 días desde que se decretase el primer estado de alarma para intentar atajar la pandemia del coronavirus. Siete meses y once días en los que hemos tenido tiempo suficiente para saber a qué nos enfrentamos, cómo evitar la propagación del virus y cuáles son las consecuencias de nuestros actos. Y nos vemos sumidos en lo que han denominado la segunda ola, con 200 personas muriendo a diario y con los políticos dando bandazos, reaccionando tarde y anteponiendo sus propios intereses.
Desde el principio de la pandemia se trató al ciudadano como a un niño. Se nos encerró en casa, se nos escondieron las imágenes más crudas de las UCI mientras veíamos a sanitarios haciendo todo tipo de performances, aplaudíamos aborregados en los balcones porque no teníamos nada mejor que hacer. Cuando recuperamos la libertad, como un adolescente castigado durante semanas, salimos a emborracharnos de libertad. Y con la llegada del otoño apareció la gran resaca.
Ahora tenemos rabietas de mocoso malcriado cuando nos advierten que nos volverán a encerrar en nuestro cuarto. Y, previendo la que se avecina, cuando nadie nos ve nos escapamos por la ventana para sentir una vez más -quién sabe si será la última- la adrenalina de lo prohibido palpitando en nuestras venas. La rebeldía del adolescente se apodera de nuestros actos al tiempo que nos lavamos las manos y acusamos siempre al de enfrente como el verdadero responsable de todos nuestros males.
Pero uno no puede ser un niño eternamente y hay que saltar del nido. Volar o estamparse contra el suelo. Es ley de vida y no podemos retrasar más este salto, porque el nido no aguanta nuestro peso ni un segundo más. Darwinismo en estado puro. Para bien y para mal.
“Es la responsabilidad individual de cada uno la que marcará la evolución de la pandemia”. Lo decía Pedro Sánchez por enésima vez, como un padre que habla a un hijo adolescente que tiene los auriculares puestos a todo trapo escuchando a Rosalía. Esta frase paternalista debería de aplicarse con toda su crudeza. Si cada uno somos los responsables de nuestros actos, que el Estado nos deje volar libres… y estrellarnos si hace falta. Tratemos al ciudadano como lo que se supone que es: un adulto que debe asumir sus responsabilidades y que, desde su pretendida madurez, ya sabe lo que se está jugando al escaparse por la ventana de su cuarto.
El Estado debe garantizar atención sanitaria hasta donde pueda y poner los medios al alcance de todos para evitar una mayor propagación del virus. Y ya. El resto es cosa nuestra. Se han quedado afónicos repitiendo lo que hay y lo que no hay que hacer. Quien no se haya aprendido la lección todavía, que asuma las consecuencias. Y si desde su malentendida libertad se llevan por delante a toda su familia, será su responsabilidad y no la nuestra. Tratemos a esos malcriados como lo que son: niñatos egoístas forjados en una sociedad atiborrada de derechos y carente de deberes.
El problema es que ya no sólo es el nido el que se desmorona sino que todo el árbol se viene abajo. Y hoy nos dirán otra vez que los que cada día nos dejamos las plumas en intentar volar un poco más alto debemos posarnos en una rama para no dejar a nadie atrás. Y aunque estoy de acuerdo en echarle un ala a quien realmente lo necesite, quizás sea la hora de que los que han pasado de todo se precipiten al vacío, por muy doloroso que sea. Darwinismo en estado puro, vaya.