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Campeón Campeón
EFE/EPA/Clive Mason

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Juan Corellano

Lewis Hamilton ganó su séptimo campeonato mundial de Fórmula 1, igualando así la marca histórica de Michael Schumacher. Probablemente sea una de las gestas deportivas del año, pues el récord del alemán era uno de esos que parecen inalcanzables, de los que uno imagina cincelados en piedra como las tablas de Moisés. 

Lo ha conseguido tras una gran remontada en Turquía (no es la primera), alzándose campeón cuatro temporadas consecutivas y siendo, además, una de las voces más reconocibles de la lucha contra el racismo. Sin embargo, pese a tener todos los ingredientes en la mano, la hazaña de Hamilton no parece tener esa pátina de epicidad que siempre envuelven este tipo de historias. 

Será, me digo yo, porque a fuerza de ganar a todas horas la historia va perdiendo fuste. ¿Se puede ganar demasiado? Me pregunto yo, poco ducho en eso de saborear las mieles del éxito. Supongo que cuando la victoria se presupone sólo es noticia si no se consigue. Puede que vencer también tenga un límite y Hamilton lo haya encontrado: hacerlo tanto que ya solo seas tú el que se divierte. 

Tengo que reconocer que viendo al piloto británico me dan severos ataques de envidia. A mí me encantaría conducir bien, pero cada día me demuestro a mí mismo que voy más bien por el camino contrario. Porque en la misma semana de su séptima coronación mundial yo andaba desaparcando mi coche y lo terminé aparcando en el del vecino. 

Él estaba descorchando champán y yo rellenando un parte amistoso. Lewis sabiéndose de memoria la trazada de todos los circuitos en los que ha corrido y yo perdido volviendo a casa del trabajo si no llevo el GPS puesto. Hamilton con las ruedas nuevecitas en menos de cinco segundos y yo despidiendo a mi coche en el taller con lágrimas en los ojos a lo Marco. 

Conduzco mal, lo sé, pero al mismo tiempo no somos tan diferentes. Porque andaba yo contándole al vecino que en realidad mi coche llevaba más golpe que el suyo, que esa raja de su parachoques se iba frotando un poco. En ese instante me hizo sentir victorioso como Hamilton, cuando, mientras me daba una palmadita en el hombro, me dijo: “claro que sí, campeón”.