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Espaldas mojadas Espaldas mojadas

Espaldas mojadas

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Javier Silvestre

Me preparo para salir de Madrid. Estoy nervioso pero tengo claro el plan. Las nuevas tecnologías serán mi gran apoyo pero necesitaré que el factor suerte esté de mi parte. Hago una bolsa de viaje que parezca de trabajo. No llevo regalos en el coche que puedan delatarme. He trazado una ruta alternativa, lejos de carreteras principales y de posibles controles que den al traste con mi misión. Salir de Madrid es fácil, demasiadas alternativas para que puedan controlarlas todas. Pero entrar en mi tierra ya es otro cantar. 

He buscado un horario que me garantice el éxito. He tenido que sopesar si era mejor la táctica sardina, donde mezclarse con la multitud multiplica la posibilidad de éxito, o la táctica búho, en el que la noche será mi gran aliada para pasar desapercibido. Me he decantado por la primera, con la esperanza de que el resto haya decidido como yo y nos protejamos mútuamante.

No puedo evitar sentirme nervioso cuando me monto en el coche y envío un mensaje a mis padres: “Saliendo”. “Ve con cuidado”, recibo como escueta respuesta. Aprovechando el caótico atasco de la rotonda de la Estación de Atocha borro los mensajes. No tiene que quedar rastro de mis planes. He visto muchas series y sé lo que hay que hacer.

Llevo una declaración jurada en el móvil. Por si acaso, también tengo destacado el correo que me han enviado de una clínica de análisis diciéndome que el test de antígenos que me he hecho hace seis horas ha dado negativo. Como último recurso, chequeo que mi acreditación de Telemadrid está en la cartera, junto a una descolorida de Equipo de Investigación (que siempre da más empaque). 

Llamo a Kike, el cámara con el que suelo trabajar a diario y que, casualmente es de Zaragoza. Tenemos claro el plan. Viajamos por separado pero vamos a usarnos como escudo de último recurso. Si nos fallan los documentos y acreditaciones, nos llamaremos para poder demostrar que nuestro viaje es por trabajo y no para poder abrazar a los nuestros saltándonos la Ley. 

Colgamos y nos deseamos suerte. A medida que conduzco por un enjambre de autovías radiales reviso el mapa en mi móvil para ver si me indica que hay algún control. Estoy convencido de que no me encontraré ninguna sorpresa hasta que salga del reino de Ayuso. Pero en cuanto me adentre en tierras castellanas, la cosa se puede complicar. Las carreteras pueden convertirse en una emboscada que fulmine mis planes.

Sin novedades en la A-2, al menos hasta Alcolea del Pinar. La rotonda de salida suele ser un punto de control habitual así que continúo por la autovía mientras intento ver alguna luz azul que delate la presencia de un puesto fronterizo. No veo nada así que al llegar a la salida de Medinaceli doy media vuelta y, por fin, encaro mi camino hacia Teruel. 

Es el tramo más peligroso. Unos 109 kilómetros hasta Monreal del Campo, en una carretera-trampa donde es fácil interceptarme. Tengo planificadas varias rutas de escape a través de Cobeta, Labros o Bronchales y carreteras que no sabía ni que existían. Una vez en la A-23, las probabilidades de éxito en la táctica sardina vuelven a multiplicarse. 

Dos horas y 45 minutos más tarde ha habido suerte. Veo a lo lejos el skyline mudéjar de mi hogar. Respiro aliviado pero entro a la ciudad por la Cuesta de los Gitanos, no sea que bajar la guardia al final me cueste un disgusto. 

Aparco el coche. Subo las escaleras y llamo al timbre de casa. Pero suena diferente… Es un pitido raro. ¡Es mi despertador! Todo ha sido un sueño. Una pesadilla más bien. Es miércoles 23 de diciembre de 2020. Hago la maleta y me ducho. Estoy nervioso pero tengo claro el plan.