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La revolución de las sardinas La revolución de las sardinas

La revolución de las sardinas

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Javier Silvestre

Debo confesar que desde hace unos días tengo la cabeza muy lejos de España, de la covid y del día a día que me rodea. A falta del habitual lío diario, servidor ha decidido meterse en el apasionante mundo de la bolsa y del trading. Un juego peligroso si no vas de la mano de alguien que te guíe y evite que se cumpla la regla infalible que asegura que el 90% novatos pierden el 90% de su capital en los primeros 90 días. 

Lo más apasionante es ver cómo funciona uno de los pilares básicos de nuestro sistema económico y descubrir todo un mundo que, personalmente, desconocía ni que existiese. Mi padre me contaba cómo era hace 20 años entrar en bolsa, poner el teletexto para ver cómo iban tus acciones y, en caso de hacer algún movimiento, tener que llamar al banco (en horario laboral, por supuesto) para ejecutar la orden.

Ahora, al igual que pasa con todo, Wall Street cabe en la palma de nuestra mano gracias a nuestros móviles. Y eso permite a cualquiera tener las mismas oportunidades que los grandes inversores, pero hace que muchos pezqueñines acaben siendo devorados cuando todavía son una larva que acaba de eclosionar en el mar bursátil. 

Y es que la bolsa es un océano donde hay peces de todos los tamaños. Están las ballenas jorobadas: empresas gigantes y lentas que se nutren de pequeño plancton para seguir creciendo; tiburones blancos: fondos que atacan rápidamente y sin piedad para obtener su presa sea del tamaño que sea; las saltarinas focas: inversores ágiles, que se la juegan entre los grandes depredadores y suelen salir airosos pero con profundas cicatrices; y finalmente estamos las sardinas: pequeños inversores que pensamos que en la bolsa hay dinero fácil y solemos acabar siendo alimento de los otros depredadores. 

Sin embargo, esta semana, un banco de sardinas enorme se organizaba a través de las redes sociales y se apoderaban del mar bursátil. Dos millones y medio de pececillos ponían en jaque a los grandes blancos e incluso tumbaban a un par de ballenas. Hasta tal punto que se ha prohibido a los pequeños inversores comprar y vender algunas acciones para evitar “la excesiva volatilidad del mercado”. Algo insólito en el océano de libertad económica sobre el que se asientan los pilares más sagrados de Estados Unidos.

Yo, esta revolución de las sardinas la viví en primera fila. Como buen pececillo me creí capaz de tumbar al gran blanco y por poco me devoran. Así que, tras un par de sustos decidí ver la contienda desde la barrera de coral. Y me quedé helado al darme cuenta de dos cosas. La primera, que la bolsa es un sistema piramidal mucho más frágil de lo que nos hacen creer y la segunda, que si hay que cambiar las normas de cómo funciona el mar para proteger al pez grande, se cambian y no pasa absolutamente nada. El pez grande se tiene que comer al chico y punto. 

Lo que parecía la Revolución Francesa del mercado de valores se diluirá habiendo convertido en millonarias a unas pocas sardinas y dejando un reguero de cadáveres a su paso. Desde tierra firme, algunas especies se dejaban hipnotizar por los titulares de la prensa sobre cómo los bancos de sardinas íbamos a conquistar el mundo. Y se lanzaban al agua sin ni tan siquiera saber nadar. Más alimento para los grandes depredadores, sin duda.

La revolución de las sardinas tendrá coletazos pero el mar jamás será nuestro, hermanos.