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‘Bienvenue’ ‘Bienvenue’

‘Bienvenue’

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Javier Silvestre

Hordas de franceses aterrizan a diario en Madrid, el nuevo Magaluf pandémico de Europa. Huyen de su país, donde lo poco que hay abierto cierra a las seis de la tarde desde hace meses y su vida ya no es vida. Vienen con ganas de terracear, tapear, calentarse al tímido sol de febrero y, claro está, de divertirse. Son mayoritariamente jóvenes universitarios que han terminado los exámenes y disfrutan ahora de unos días de vacances dhiver antes de retomar su anodina vida enjaulados en sus casas teletrabajando, tele-estudiando, tele-relacionándose y tele-viviendo. 

En los informativos franceses se habla de “paraíso” cuando se refieren a Madrid donde “tout est ouvert” hasta las inconcebilbles 21 horas y con un toque de queda transgresor una hora más tarde. Con una PCR en el bolsillo y una maleta de tamaño reglamentario para meterla en la cabina del avión se plantan en la Puerta del Sol, donde el idioma que más se oye desde hace días en las terrazas es el francés.

Los hosteleros no paran de vender cerveza y están encantados. Los comerciantes, no tanto porque este no es un turismo que gaste dinero en algo que no sea comer y beber. Y los dueños de los apartamentos turísticos, tras vaciar el centro de la ciudad, se agarran a un clavo ardiendo para no correr la misma suerte que los vecinos a los que echaron en los años de bonanza. Y miran hacia otro lado cuando intuyen que ese grupo de franceses que ha alquilado el piso durante unos días va a montar fiesta tras fiesta hasta acabar saliendo en los informativos.

No pasa nada. La multa no va para ellos y nuestros vecinos franceses saben que no la van a pagar tampoco. Es más, se jactan de que en España no estemos confinados a cal y canto asegurando que “no tienen dinero y no se pueden permitir cerrar”. Este es precisamente el mensaje que se lleva transmitiendo desde hace años al turista medio que viaja a España: un país pobre, que resulta muy barato y que  aceptará sin rechistar lo que haga el que venga de fuera cargado de billetes. 

Pero, ¿quién se atreve a cuestionar algo que generaba 2,7 millones de puestos de trabajo y supone el 12% de nuestro PIB? Lo importante es tener los bolsillos llenos de monedas aún a costa de resquebrajar los pantalones. Y ni tan siquiera una pandemia que se ha cargado de un plumazo el sector del turismo a nivel mundial nos hace entender que vamos por mal camino.

No digo que no se permita a los franceses, italianos, alemanes, rusos o británicos venir a España incluso en tiempos de pandemia. Pero las normas deben de ser iguales para todos y las autoridades deben perseguir hasta sus últimas consecuencias al que se las salte. Igualmente, el comerciante, hostelero o empresario que se pone de perfil tolerando ciertos comportamientos tiene que saber que la devaluación del turista medio que viaja a nuestro país acabará perjudicándole antes o después. Que miren en qué se han convertido Lloret, Sant Antoni (Ibiza), Salou o Magaluf.

Nuestro modelo se desmorona. Sólo hay que ver Barcelona: desierta, cerrada, sin vida y agonizando pese a ser una de las zonas más industrializadas del país. Su modelo de negocio se ha hecho añicos. Sin turistas no hay futuro. O quizás sí, pero requiere demasiado esfuerzo para un país acostumbrado a un maná que desde hace décadas le cae del cielo, literalmente.