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Quemar la lonja Quemar la lonja

Quemar la lonja

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Javier Silvestre

El siempre incisivo Federico Jiménez Losantos ha reconocido en numerosas ocasiones que su estrategia para despuntar en las mañanas radiofónicas fue cargar, día sí y día también, contra el entonces emperador matinal de la ondas, Iñaki Gabilondo. Tanta fue su tozudez que hubo un día en el que el puntero de la Cadena Ser cayó en la trampa y respondió al periodista turolense que pataleaba desde los micrófonos de la Cadena Cope. En ese preciso instante, Gabilondo aupó a Federico al star system radiofónico para millones de personas que jamás habían oído hablar de él.

Desde entonces, son muchos los que han intentado imitar esta estrategia para despuntar en los medios pero siendo una mala copia de Federico; siendo periodistas asentados en la mediocridad. El griterío, el insulto y la desfachatez disparando a matar al enemigo se han instalado en televisiones, radios y periódicos, que suelen mirar hacia otro lado hasta que alguien traspasa las líneas rojas que ahora dicta un código deontológico gestado en el Universo Tuitero. Estos mercenarios de la opinión suelen ser buenos comunicadores que no han aceptado que en la alfombra roja mediática no caben todos. Y creen que lo mejor es abrirse paso a machetazos en la jungla periodística.

El último caso es el del Máximo Pradera deseando que José María Aznar o Macarena Olona sufran el cáncer que le han detectado a Julia Otero. Lo escribía en su columna de opinión del diario Público generando tal revuelo que el rotativo lo ha puesto de patitas en calle. Como persona, me pregunto en qué momento se puede desear una enfermedad a alguien por mucho odio que albergues dentro… Pero como columnista, no logro entender en qué piensa un colega que plasma semejante mezquindad negro sobre blanco.

Leer la columna de Pradera me ha causado el mismo estupor que algunas reflexiones de Salvador Sostres años atrás. Eran tan salvajes sus opiniones en las páginas de El Mundo que recuerdo preguntarme, boquiabierto, si se trataba de una estrategia de márketing o de simples vómitos sin filtro sobre un folio en blanco.

No falla. Cuando uno quiere vender su pescado y sabe que su producto ya no es fresco opta por ser el más gritón del mercado. Y si hay que prenderle fuego a la lonja, se prende con todos dentro. Da igual a quién nos llevemos por delante porque el ego desmedido prefiere creernos Nerón antes que un lúcido filósofo caído en el olvido.

Esta táctica de matonismo opinativo se impone poco a poco en nuestro día a día a través de los medios de comunicación y, claro está, a través de las redes sociales, donde el que la dice más grande es el que se lleva la notoriedad. Encumbramos y odiamos hasta el extremo a los Tertschs, Echeniques, Alvises y Monederos en función de lo que queremos leer. Y nos convertimos en cómplices del bullying ideológico que se ha instalado en nuestra sociedad.

Está más que estudiado que quien acosa al prójimo -mediante un tuit o una columna de opinión- tan sólo trata de tapar su cobardía y evidente sentimiento de inferioridad respecto a la víctima a la que acosa. Pero en el caso de alguien que además genera opinión para miles de personas, este acoso mediante bombas de racimo para conseguir adeptos debería tener consecuencias.

Se debate mucho sobre la libertad de expresión en los tiempos que corren y poco sobre la falta de escrúpulos de algunos opinólogos profesionales. Hay que vender el pescado aunque su hedor eche para atrás. Y las lonjas mediáticas prefieren seguir mercadeando aún a riesgo de intoxicar a sus clientes. Aunque hay que reconocer, queridos lectores, que muchos consumidores demuestran tener el estómago a prueba de balas.