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Más Ernestos

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Javier Silvestre

Entrevisté en el mes de septiembre a Ernesto Herrera, un director de cine que había sido seleccionado para los ensayos iniciales de la vacuna de Janssen en nuestro país. Cuando le pregunté por qué se había apuntado como voluntario con el riesgo que existía en una fase tan experimental me dijo: “Por mis hijos. Porque les quiero demostrar que, en ocasiones, hay que arriesgarse para conseguir un bien mayor”. “Una lección de vida, sin duda”, le dije yo boquiabierto. Durante ocho meses, Ernesto me ha ido contando su evolución, hasta que el otro día tuvo un susto.

Se encontraba mal y me mandó un vídeo para contarmelo. Creía que se había contagiado en un viaje a América y estaba intentando discernir si tenía covid-19 o se trataba de una gripe común. Le habían puesto ya las tres dosis experimentales de la vacuna y confiaba en que, en su caso, no se tratase de placebo. No lo sabrá hasta que realmente enferme de coronavirus o le llamen para vacunarle de forma oficial. Sólo en ese momento le comunicarán si ha sido una cobaya humana o no.

Ernesto es un héroe que se ha jugado la salud y la vida para que a finales de este mes, millones de personas puedan vacunarse sin riesgo con otra vacuna, la de Janssen. Como él, otros miles de voluntarios y cientos de científicos de todo el mundo se han dejado la piel para intentar salvarnos la vida. Pero se olvidaban de que esta sociedad consentida y malcriada no aprende ni a bofetadas.

A usted nadie puede obligarle a vacunarse. Pero no le quepa duda que no hacerlo es una irresponsabilidad personal pero también colectiva. Que la mitad de los madrileños citados el viernes a recibir la primera dosis de AstraZeneca no se presentasen es escandaloso. Demuestra que la desinformación campa a sus anchas, que las guerras comerciales condicionan nuestras decisiones hasta el tuétano y que, desafortunadamente, somos una sociedad de memoria muy cortoplacista.

No seré yo quien contraponga aquí los riesgos y beneficios que tiene vacunarse. Haga usted el esfuerzo de informarse e intente dejar el dudacionismo a un lado. Pero sí le pido que viaje 365 días al pasado, cuando estaba encerrado en su casa, sin poder salir, muerto de miedo viendo cómo cada día 1.000 personas morían ahogándose en el pasillo de un hospital y sin que ningún ser querido les sostuviese la mano.

Si aquel 11 de abril de 2020 le hubiesen ofrecido vacunarse, ¿lo habría rechazado? Me puede decir que aquello era diferente, que ahora hay más información sobre el coronavirus, que las vacunas se han fabricado demasiado rápido… Excusas. Y lo sabe. ¿Y si no fuese usted? ¿Y si fuese su hijo? ¿Su mujer? ¿Sus abuelos? ¿Les habría negado la vacuna hace un año por si acaso?

Si usted no quiere la vacuna, es su problema. Pero también el mío. Porque el lema “este virus lo paramos unidos” no sólo va de terrazas llenas, bares clandestinos y fiestas ilegales. Va de inmunizarse, de dejar de ser un vector de contagio, de no volver a saturar la Sanidad para que los otros enfermos puedan recibir la atención que necesitan. Va de asumir un riesgo estadísticamente ínfimo en pro del bien común.

Es indignante que para planificar nuestras vacaciones de verano nos atiborremos a vacunas con efectos secundarios incluso peores para poder ir a bañarnos al Caribe pero que reneguemos ahora la vacuna del coronavirus. Es su decisión, sí. No se vacune. Pero asuma las consecuencias y no me pida que me solidarice con usted si las cosas se tuercen. Ojalá en nuestra sociedad hubiese menos egoístas y más Ernestos.