

Hay un libro de Julia Navarro que grita: “Solo cuando haya tantos muertos que resulte insoportable una muerte más, entonces los hombres se sentarán a hablar”. Se refiere al conflicto entre Israel y Palestina, pero la evoco cada vez que una hostilidad se convierte en rutina. Siempre que hay un agredido y un agresor.
Porque la barbarie es “como la marea”. Esto lo decía Almudena Grandes. “Se va y uno se cree a salvo, pero siempre vuelve”. Lo ponía en boca de uno de sus personajes: “Simios es lo que llegan a las aulas. Por cada uno que razona, tengo que lidiar con nueve orangutanes”. Darwin era “un soñador” para él. Las escritoras, los libros han salvado a mucha gente, a muchos niños, porque crean historias donde hay maldad, sí, pero no la sufres en tus propias venas. No te hacen daño.
No como a Sandra, que la asesinaron la semana pasada. Una niña de 14 años que se vio obligada a quitarse la vida, porque sus compañeras le hacían los días insufribles. A esa edad, los niños empiezan a salir, a indagar. Quieren conocer más. Sandra quería jugar al fútbol y volar dentro de unas semanas, a York, con el resto de su curso. Un viaje al que ya no irá. Ni eso le han dejado hacer.
Ha habido un solo grupo de agresores y mucha gente que ha fallado, porque a esa niña le atacaban en el instituto y ahí había unos responsables, que eran los profesores, que fallaron. Un fallo que, probablemente, sea el más grave de sus vidas.
Y empieza a sonar familiar los casos de abuso donde los docentes tratan con guante de seda a los acosadores. Es vergonzoso. Intolerable. A los agresores es a los que hay que cambiar de clase. No a la víctima. Un buen profesor marca la vida de su alumno. Inspira. Ese es su poder. Lo salva, incluso, en ocasiones. No podemos permitir que siga habiendo silencio ante el dolor. Pasotismo que deriva en el escenario más fatídico que puede existir para una familia. El acoso existe y hay que escribir de él hasta que provoque náuseas, que parezca algo de locos. Que dé asco.
Porque la barbarie es “como la marea”. Esto lo decía Almudena Grandes. “Se va y uno se cree a salvo, pero siempre vuelve”. Lo ponía en boca de uno de sus personajes: “Simios es lo que llegan a las aulas. Por cada uno que razona, tengo que lidiar con nueve orangutanes”. Darwin era “un soñador” para él. Las escritoras, los libros han salvado a mucha gente, a muchos niños, porque crean historias donde hay maldad, sí, pero no la sufres en tus propias venas. No te hacen daño.
No como a Sandra, que la asesinaron la semana pasada. Una niña de 14 años que se vio obligada a quitarse la vida, porque sus compañeras le hacían los días insufribles. A esa edad, los niños empiezan a salir, a indagar. Quieren conocer más. Sandra quería jugar al fútbol y volar dentro de unas semanas, a York, con el resto de su curso. Un viaje al que ya no irá. Ni eso le han dejado hacer.
Ha habido un solo grupo de agresores y mucha gente que ha fallado, porque a esa niña le atacaban en el instituto y ahí había unos responsables, que eran los profesores, que fallaron. Un fallo que, probablemente, sea el más grave de sus vidas.
Y empieza a sonar familiar los casos de abuso donde los docentes tratan con guante de seda a los acosadores. Es vergonzoso. Intolerable. A los agresores es a los que hay que cambiar de clase. No a la víctima. Un buen profesor marca la vida de su alumno. Inspira. Ese es su poder. Lo salva, incluso, en ocasiones. No podemos permitir que siga habiendo silencio ante el dolor. Pasotismo que deriva en el escenario más fatídico que puede existir para una familia. El acoso existe y hay que escribir de él hasta que provoque náuseas, que parezca algo de locos. Que dé asco.