Es el tiempo del olivo. Por toda la geografía asistimos en nuestros campos a una actividad agrícola ancestral, la recogida de los frutos del olivo referente de nuestra cultura mediterránea, un árbol misterioso que ha acompañado a la humanidad siendo testigo silencioso de su historia. Sus raíces se hunden en la tierra, pero su significado es eterno, supone la unión del hombre, la tierra y el tiempo. Es un árbol que puede vivir siglos, brota tras el fuego y florece en condiciones muy adversas. Hace más de seis mil años en las áridas costas del Levante mediterráneo, crecía un árbol silvestre de hojas plateadas resistente a la sequía y al sol, de la Olea europea supieron los antiguos pueblos extraer de sus frutos amargos un aceite verde, denso, con reflejos dorados y aprendieron a usarlo como alimento, medicina y ofrenda a los dioses.
Considerado una fuente de riqueza por las antiguas civilizaciones, fueron los fenicios grandes navegantes y comerciantes quienes lo dieron a conocer, el imperio romano sembró de olivos las costas del Mare Nostrum y tras su colapso se abandonaron muchos cultivos, pero el resistente olivo, siguió brotando.
Refugiado al cuidado de las explotaciones agrícolas de los monjes en sus monasterios, el aceite de oliva siguió formando parte de la liturgia y la medicina, mientras alegraba las cocinas con su chisporroteo. Su época de esplendor se retoma en el Renacimiento y como antaño, es en la Península Ibérica, Italia y Grecia donde se vuelve a expandir con fuerza. Cruzó las fronteras del océano, camino del Nuevo Mundo de la mano de marinos y conquistadores y se asentó en el siglo XVI en el virreinato del Perú, en Chile, México y California, lugares donde encontraba valles soleados mirando al Pacífico para aclimatarse. Fue un largo camino para el sencillo olivo desde que Atenea, consiguiera el patronazgo del Ática en disputa con Poseidón, al ofrecérselo a los atenienses como regalo a su ciudad.
El codiciado óleum viridis proveniente de la Bética, Túnez o Libia se transportaba hasta los puertos del Tíber en ánforas con marcas que identificaban su procedencia. Destinado a su consumo por las familias patricias, era símbolo de un estatus elevado, más aún si el aceite era de sus propios latifundios, mientras tanto, el pueblo consumía aceites de peor calidad, que inundaban las calles romanas con su aroma de fritura, tal como ahora. El Monte Testaccio es prueba de la intensidad de ese trasiego comercial, pues con un tamaño similar al Coliseo, está formado por más de cincuenta millones de vasijas rotas y apiladas, que al impregnarse de aceite no podían usarse para otros fines. Ese número tan elevado de ánforas supone tan solo, el aceite importado por el estado para su distribución publica, habría que añadir muchos millones de ánforas más, en las que viajaba el aceite destinado a las grandes familias procedente de sus villas rusticas distribuidas a lo largo de la cuenca mediterránea.
De este modo se desarrolló toda una cultura gastronómica del aceite, que ha llevado a lograr que la dieta mediterránea haya sido declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, pero en otras zonas de Europa desprovistas del cultivo de olivares, otras grasas ocupaban las cocinas.
Los países que usaban la mantequilla o la manteca de cerdo como grasa culinaria, nunca se acostumbraron al aceite de oliva, posiblemente porque se destinaba al comercio el de peor calidad y preferían la fresca mantequilla de sus vacas, tampoco en el sur se pudo introducir el gusto por la manteca y la mantequilla, en detrimento del aceite. Así surge una frontera entre el norte y centro de Europa y los países del sur marcada por sus hábitos alimentarios que han tenido repercusión, social y religiosa.
La vieja Roma paso por un largo periodo de decadencia que mermó enormemente la población, la iglesia romana se encontraba sumida en una larga crisis moral y económica, era necesario recuperar la urbe para la cristiandad, por tanto, lo primordial era sanear la bancarrota con la venta de bulas e indulgencias. Para ello se promovieron una larga serie de prohibiciones, entre ellas la de comer mantequilla, durante determinados periodos del calendario religioso, esta norma complicaba la vida en las zonas donde era la fuente principal de grasa culinaria y el aceite era mediocre, caro y no estaban acostumbrados, además, las bulas papales eran caras y era difícil obligar a las poblaciones norteñas a pagar por consumir mantequilla o a tener que usar un aceite enranciado que detestaban. Martin Lutero argumentaba en sus predicas que la mantequilla no la prohibía la Biblia, por lo tanto, poco podía importarle a Dios.
Es curioso si nos paramos a pensar, que las fronteras entre países protestantes y católicos casi se podrían superponer con las fronteras de los que usan mantequilla o aceite de oliva. A veces confrontaciones tan importantes que han afectado en el tiempo a millones de personas, porque forman parte de sus creencias y filosofía de vida, se reducen a una cuestión sencilla, tan sencilla como elegir la grasa con la que cocinamos, nada que ver con enseñanzas religiosas, solo simplemente con la manera de comer. La Europa luterana alimentada con mantequilla y la Europa católica con aceite de oliva.
Es una experiencia bellísima recorrer los campos de olivos, disfrutando de ese verde plateado que cantan los poetas. Viene a mi memoria Federico García Lorca, que convierte al olivo en un referente poético, como árbol perdurable, fecundo, símbolo de paz, de rito y fuerza vital.
Sirva de ejemplo su Baladilla de los tres ríos, el olivo aparece como el elemento identitario del hombre, la tierra y lo telúrico.
Granada tiene un río, de agua dulce y otro de agua fría
Pero tu sangre, Granada, corre por tierras de oliva.
