El presidente de los Estados Unidos, nada menos, pero también nada más, ordenó en el avión presidencial que se callara a una periodista que le hacía preguntas molestas sobre el caso Epstein, una auténtica marranada, si se me permite la expresión: “Cállate, cerdita”, le dijo el habitante de la Casa Blanca a la periodista Catherine Lucey, de Bloomberg, que tuvo el coraje de interrogarle sobre un asunto, bastante sucio, que hace tambalear al hombre más poderoso del mundo. Loor a la colega y bochorno para el tipo grosero, el autócrata que no pierde una oportunidad de mostrar su animadversión hacia los medios libres.
Se ha hecho ya legendario y muy viral, claro, su enfrentamiento hace tres días en el Despacho Oval con otra reportera, Mary Bruce, de ABC, también una valiente que se atrevió a cuestionar, en presencia del mismísimo descuartizador príncipe Bin Salman, los negocios privados de los Trump en Arabia Saudí, el régimen que asesinó al periodista disidente Kashogui. Prefiero no reproducir, porque me da vergüenza y me falta espacio, las cosas que el hombre del pelo naranja le dijo a la reportera.
Lejos de mí la tentación de comparar unas cosas con otras, pero la bronca de Trump a la señora Bruce me recuerda algo a la que públicamente le echaron dos ministros al corresponsal español en Washington David Alandete porque se atrevió a preguntar a Trump algo que gustó poco en La Moncloa y que, por cierto, era lo que en ese momento había que preguntarle. Menos traidor a la patria -y eso, también- de todo le llamaron al pobre Alandete. Y no me olvido de una compañera, de una radio episcopal que, hace años, durante un viaje que hacíamos un grupo de periodistas a Guinea Ecuatorial con el ministro Moratinos, tuvo el cuajo de preguntarle a Obiang, en presencia de todos los ministros ecuatoguineanos, “por qué en Guinea se tortura tanto”. Estupor en la sala, y Obiang, que, con todo, no es Trump, saliendo como podía del paso: “aquí no se tortura tanto”, recuerdo que dijo a mi atrevida colega. A la que, por cierto, escoltamos el resto del viaje, por si las moscas.
Lo bueno de los Estados Unidos, ahora que andan como de saldo en cuanto a libertades y ejemplos de democracia, es que los periodistas aún preguntan y hasta, maravilla de maravillas, repreguntan, lo que por estos pagos de acá resulta inusual e intentarlo es casi heroico. Ya sé que Trump en cuanto pueda, cosa que aquí, menos mal, no ocurre, quitará la credencial a los medios molestos, y que solo los afines, ciertos influencers, youtubers y demás ralea podrán acabar entrando en la sala de prensa de la Casa Blanca.
Pero, mientras, mis colegas de allá cumplen bien con el papel de preguntar, que es lo nuestro. Espero que la colega Lucey, motejada de “cerdita” por un señor que tiene una condena por haberse comportado como un cerdo con una actriz porno, demande al hombre que puede, sí, fulminarla, a ella y a su medio. Pero eso es lo que, a este paso, nos espera, y no digo más por si tengo que pedir un visado para viajar a los Estados Unidos, donde ya se sabe que los gordos, los diabéticos, los cardíacos, los latinoamericanos y los que piensan diferente no son bienvenidos a la hora de conceder permisos de visita.
Ya digo: nos están convirtiendo el mundo en un estercolero lleno de cerdos que se atreven a insultar, de cerdanes que se atreven a robar, de cerdadas de toda suerte que se perpetran contra la ciudadanía. Tenemos que salir de este lodazal, tan puerco.
